Copo de nieve

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El sonido del teléfono móvil me despertó, todavía adormilada contesté a la llamada. Me encontraba en la casa de mi mejor amiga, Jules, ya que habíamos decidido hacer una fiesta de pijamas. Estaba tirada en la cama baja de su litera y ella debía estar profundamente dormida en el colchón de arriba. Procuré hablar lo más bajo posible para no despertarla.

- ¿Si?

- Erika cariño, soy mamá.

- ¿Mima?

Recuerdo a la perfección que antiguamente mi hermana y yo llamábamos "mima" a nuestra madre, ya que "mami" al revés es "mima". Creíamos que sería más original e íntimo llamarla así. Lástima que hoy en día la familia esté tan rota que esos bonitos juegos hayan desaparecido.

- Erika, vístete sin hacer ruido que voy a buscarte.

- Pero mima, todavía son las 5 de la mañana y nos acostamos muy tarde, así que tengo sueño. - contesté suspirando, cansada por la simple idea de levantarme.

- Ya lo sé, luego dormirás. Pero ahora mismo hay que ir al hospital, tu padre ha tenido un accidente y tenemos que ir.

El mundo se detuvo al mismo tiempo que mi respiración. ¿Papá está en el hospital? Lentamente una voz lejana resonó en mi cabeza.

Es tu culpa.

No, no fue culpa mía.

¿Ah no?, ¿y quién le pidió entonces que comprara aquella bicicleta rosa que solo vendían fuera de la ciudad?

Pero, yo le dije al final que no lo hiciera. Yo, yo no sabía que esto iba a pasar.

- ¡Erika! - la voz de mi madre al otro lado de la llamada me sacó de mis ensoñaciones, volví a respirar y a ser consciente de la situación.

- Si mamá, ya me visto - respondí con un hilo de voz, esperé que mi terror no se plasmara en ella. Sin más que decir colgué el móvil y con velocidad comencé a vestirme.

No se va a morir, no se va a morir, no se puede morir. Me repetía constantemente para que las lágrimas no salieran y para que mi mente no se nublara como hace unos minutos. Ignoré la voz que me seguía culpando de la situación y rápido salí de la casa de Jules. Ya mañana le explicaría lo que sucedió.

Habían pasado 2 horas desde la noticia y papá todavía estaba en quirófano. Keira, mamá y yo estábamos en la dichosa sala de espera acurrucadas las tres juntas. Aunque nadie lo dijera, a todas nos costaba pensar en el simple hecho de que tal vez, y solo tal vez, perderíamos a Markus sobre esa camilla para operaciones.

Los minutos se hacían eternos y a estas alturas ya había contado todas las baldosas blancas de la sala de espera. Pensé que la incertidumbre no se terminaría nunca hasta que un enfermero llegó y exclamó:

- ¿Parientes del señor Robbins?

Nosotras tres como balas nos dirigimos hacia él y después de un interrogatorio por parte de mamá, nos comentó que la operación había salido muy bien, que se encontraba estable y que podíamos verlo. No supe que aguantaba la respiración hasta que tras escucharlo un largo suspiro de alivio se escapó de mi garganta. De pronto Keira me cogió de la mano y echó a correr por el pasillo, yo no supe que ocurría hasta que lo entendí: podíamos ver a papá. Así que corrí junto a ella hasta llegar a la habitación indicada. Ninguna quería abrir la puerta y el único sonido en el silencioso pasillo eran nuestras desastrosas respiraciones por el ejercicio realizado.

Justo en ese instante la puerta se abrió para mostrar a un médico saliendo de la habitación, extrañado nos contempló y después de entender algo que nunca supe, nos hizo un gesto para que pasáramos. Kei entró primero y yo la seguí pegada a ella. No se de qué tenía miedo, pero estaba asustada y sabía, por esas raras conexiones entre hermanas, que Keira también lo estaba.

Una vez dentro de la habitación vi a mi querido padre acostado sobre la cama. Sus hermosos ojos estaban cerrados y su respiración era tan lenta que a veces pensaba que ya no respiraba. Me acerqué a él y los ojos se me nublaron de lágrimas al ver su pálido rostro salpicado por manchas moradas y negras, que supuse, eran los golpes del accidente. También me di cuenta en los múltiples aparatos que le rodeaban y le ataban en distintas partes del cuerpo, uno en los dedos de la mano, otro en el antebrazo, otros en el pecho y algunos en la nariz. Parecía un copo de nieve; débil como nada y pálido como el propio hielo. A pesar de eso, me invadieron unas inmensas ganas de abrazarlo con fuerza. En vez de eso, le acaricié la mano levemente, tal vez me esperaba un contacto gélido como el copo de nieve, pero no. Era tan cálido que quise sujetarle la mano para siempre.

- ¿Papá? - giré el rostro para comprobar que fue Kei quien pronunció la frase con voz temblorosa.

- Kei - la llamé. - está bien. Ven mira, está cálido.

No se que dije pero sus lágrimas comenzaron a correr por sus sonrosadas mejillas y como obedeciendo a una orden superior se acercó y le cogió la otra mano que yo no sostenía. En cuanto notó su calor sollozó sobre la muñeca de papá.

- ¿Ves Kei?, está como siempre. Pronto volverá a casa y jugaremos juntos al escondite - le dije sin saber a quién quería convencer, si a ella o a mí misma.

Mi hermana me sonrió como si tuviera toda la razón del mundo, yo le devolví la sonrisa y juntas nos quedamos junto a Markus.

Lo que no sabíamos en ese momento es que papá nunca volvió a jugar al escondite con nosotras, porque nunca volvió a casa. Días después, Markus Robbins falleció en el hospital por una parada cardíaca repentina.

¿Secreto o mentira? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora