2 | Una tarde sin vida

671 84 113
                                    

   No podía dejar de temblar.

   Estaba sentada en posición fetal sobre una incómoda silla de plástico, mi cabeza dolía escondida entre mis piernas; era incapaz de pausar el aguacero cálido que hacía arder mis ojos hasta hincharlos y enrojecer mis mejillas; me costaba tanto respirar... Sentía pesados hasta el más pequeño de mis músculos.

   Todo a mi alrededor parecía tan lejano, no escuchaba nada más que un pitido que se turnaba entre mis dos orejas, era incapaz de conseguir levantar la mirada o siquiera acumular las fuerzas suficientes para levantarme. No lograba afirmar si en ese momento aún estaba viva, sí, respiraba, pero no sentía el aire reconfortar mis pulmones, mis penas, mi alma. Eso que sientes cuando realmente vives...

   Mis párpados comenzaron a cerrarse involuntariamente, pues no tenía sueño, solo unas inmensas ganas de olvidar. Iba a dejarme envolver por la tranquilidad momentánea que me invadía cuando una insensible sacudida me hizo recomponer la postura. Estiré piernas y brazos antes de fijar la vista nublada en quien había hecho tal acción.

   Tardé unos segundos en que mi vista se acostumbrara a la radiante luz y que la silueta ante mí tomara forma humana. Un par de ojos cafés entristecidos, nariz enrojecida, cejas contraídas, labios temblantes y una larga cabellera castaña me hicieron encoger el pecho de lo que creía imposible: más dolor. Recorrí los rasgos de su rostro varias veces, no me terminaba de creer que la estuviera viendo de vuelta y allí.

   Mi llanto reinició con vigor, hacía tanto tiempo que no veía a mi tía, estaba segura que esa no era la manera en la cual esperábamos reencontrarnos. Y dolía, que otra persona entendiera mi dolor no me consolaba, era aún peor, porque no se lo deseaba a nadie. Mucho menos a alguien a quien quiero tanto como a ella.

   Özlem me abrazó sin dudarlo, podía ver como sus labios se movían, pero no lograba entender ninguna palabra. Me aferré a sus brazos y enterré mi cara en su hombro, desconsolada. Necesitaba tanto que alguien me apoyara o simplemente me permitiera llorar a su lado.

  No sabría cuánto tiempo estuvimos abrazadas ni cómo logré dar varios pasos hasta el cuarto en el que aún me revisaban algunas enfermeras cada hora. Pero ahí estábamos ambas con el corazón roto e intentando consolarnos mutuamente. Mi cabeza seguía doliendo tanto, pasaba levemente cuando me inyectaban algo; hubiera querido que también existiera un medicamento que calmara el ardor y vacío en mi alma.

   —Sila... —dijo acunando mi mejilla—. Has llorado tanto, niña mía.

   Tomó mi mano en la suya en un gesto que me pareció reconfortante antes de decirme con toda la comprensión que podía reunir que en unas horas sería el entierro de las dos personas que me dieron la vida y que se habían llevado un trozo de ella consigo.

   —Si no te sientes preparada sabes que no voy a presionarte.

   Negué. Si de algo estaba segura era de que debía estar allí. Quizá con eso mis cinco sentidos caerían en la realidad, porque de cierta manera aún no me creía del todo lo que había pasado. Ni cómo había pasado.

   Un médico entró en ese instante y mi tía aprovechó para consultarle si podría darme el alta para ir al cementerio, pero el hombre negó diciendo que no estaba lista ni física ni emocionalmente para algo así.

   —Lo máximo que puedo hacer por usted y en el caso de que la menor esté de acuerdo en ir —me miró un par de segundos en los que asentí—, es permitirle llevársela un par de horas, claro debe firmar algunos papeles. Pero no es nada que tomará mucho tiempo. Como le he dicho le estamos realizando algunos algunos estu...

   —Sí, doctor. Ya mismo me gustaría firmar esos papeles.

   Ella lo había interrumpido, no obstante, entendí lo que no quería que supiera. ¡Me estaban realizando pruebas de vaya a saber qué! Y, ¿por qué?

Sila [Resubiendo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora