Capítulo 3

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Federico no podía creer la suerte que tenía. Bueno, no es que no estuviera preocupado por la salud de su hermano, pero el malestar de Francisco le había venido como anillo al dedo para sus propósitos. Sin embargo, su padre no se lo estaba poniendo fácil. Acaso sería posible que estuviera sospechando?!

-Papá, que tengo 21 años ya y puedo  quedarme solo perfectamente. Te prometo que no incendiaré la casa ni nada, si es lo que estás temiendo! - Dijo ya exasperado por la falta de confianza de su progenitor, quien incluso había pensado en contratar una niñera para que lo vigilara.

Pero no es que Carlos tuviera desconfianza de lo que él pudiera hacer, vale, vale... Sí que la tenía, pero en realidad, sus fantasmas iban más allá. Años de experiencia siendo el padre de esos bellos príncipes malcriados le habían enseñado muy bien que cuando uno de sus polluelos ponía esa mirada de cachorro indefenso, nada bueno resultaba. Así que Carlos no se dejó inmutar por la carita de ofensa de su hijo menor. Prefería ser desconfiado, controlador, sobreprotector, o lo que fuera, pero asegurarse de que sus hijos estarían a salvo sin mandarse una de las suyas.

-Hijo, sabes que no es desconfianza - Dijo para apaciguar al muchacho - Pero entiende, no quiero que estés solo en casa. Puede ocurrir algo y quién te auxiliaría si estás solo? - Explicó con más paciencia de la que había creído tener.

-Papaaaaá, vamos por favor! Me dueleeee! - Gimoteó Francisco, sosteniéndose el estómago. Se la había pasado con vómitos y diarrea desde la mañana. Según él, todo había sido culpa de la leche con avena que papá insistía que desayunara. La hamburguesa, los tacos y el flan del día anterior no podían ser los culpables de su dolor. No, claro que no! El caso es que Fran ocultó su malestar hasta que en la tarde, casi noche, los dolores abdominales se hicieron insoportables, provocándole algunos calambres.

Carlos tuvo que levantarlo del piso del baño, donde lo encontró arrojando lo poco que tenía en el estómago, blanco, sudoroso y con el cuerpo frío.

Con cuidado, el hombre secó con una toalla la frente y el cuello de su niño y lo mandó a acostarse, le dio unas pastillas de carbón y otras para el dolor de su pancita y lo arropó, esperando que el calor de la cama lo ayudara a sentirse mejor. Desgraciadamente, el paso de las horas sólo ocasionó que el muchacho presentara vómitos más dolorosos y una falta impresionante del color de sus mejillas. Debía tomar una medida más drástica. Lo llevaría al hospital.

Y, a pesar del terrible miedo que sus hijos tenían a los hospitales y a los doctores, Carlos supo que su hijo realmente estaba mal cuando asintió ansioso por llegar hasta el lugar. Quería que el dolor se le pasara, pero en ése instante. Ya no soportaba más.

Carlos no tuvo más remedio que respirar hondón y pedirle al cielo que cuidara a su pequeño.

-Ya vamos, cariño. Papi te ayuda, bebé. Puedes caminar o quieres que te haga upa?! - Preguntó con voz mimosa, acariciando la nuca de su hijo, que parecía un pollito mojado.

Francisco ni siquiera podía sentir vergüenza, se sentía tan vulnerable y cansado que sólo quería ser acurrucado y mimado en los brazos de papá.

-Upa, papá. - Respondió, estirando con esfuerzo los brazos.

Carlos lo alzó como si fuese un monito y lo abrigó con la manta que Fede le alcanzó.

-Cuídate, mi cielo. Papá estará pronto de regreso. Y, por favor, hijito, pórtate bien, estamos?! No quiero volver y tener que castigarte. - Advirtió antes de salir.

Tras un beso a la frente de su otro bebé, Carlos ubicó a su niño mayor en el asiento trasero y corrió a tomar el volante. Le urgía llegar a emergencias.

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