Ella (I)

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El paseo se hacía eterno bajo la sombra de los árboles. Los pies, molidos, recordaban su error, y no dejaba de quejarse en aquella verborrea tan suya. Parecía el momento adecuado, y a pesar de todo, se le dibujaba con aire malicioso una sonrisa en el rostro.


Siempre había sido así. Ocurriera lo que ocurriera, siempre se lo guardaba para sí misma. Una mirada burlona era más que suficiente para ignorar la preocupación. Si la situación empeoraba o no, eso era cosa suya y de nadie más.

Disfrazaba los males de simples rabietas y llegaba a parecer incluso ridículo. Como si no fuera para tanto, y funcionaba.

Algún día se rompería, pero lo odiaba con todas sus fuerzas. Se sentía impotente, y aunque las palabras la reconfortaran, la espina seguía clavada. Su corazón estaba lleno de agujeros y, en ocasiones, sentía que se le desinflaba, poco a poco, suspiro a suspiro. Y respirar dolía más que nada.

Aquel halo que tanto la caracterizaba, a pesar de no definirla, era efímero como sus fuerzas. Le dolía ver cómo la victimizaban, le dolía ver cómo otros se victimizaban y siempre explotaba.

Cada uno tiene que pelear sus propias batallas. Eso era lo que siempre decía, como si de un mantra se tratara, para que la creyeran, o para creérselo ella misma. Se le escapó un quejido cuando sintió que el pie le rozaba y se retorcía por dentro cuando la acidez de la sangre la empapaba.

El paseo se hacía eterno bajo los claroscuros del bosque. A su lado, alguien que hacía un mismo camino y a la vez, parecía perdido. Y su animosa conversación los distraía a ambos de la tortuosa lucha con sus demonios.

Y a lo lejos, más allá de la gravilla y el musgo, la niebla y la incertidumbre.

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