James

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Se oye un golpe sordo en el demacrado hostal. La madera de la puerta gime, pero no puede competir con los sonidos que se escapan de los carnosos labios de la joven. El muchacho que tiene entre sus piernas respira con dificultad mientras ella le marca el ritmo, enredando los dedos en sus rebeldes mechones oscuros.

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Unos meses antes

La llegada de aquel muchacho revolucionó el barrio. No era ni más rico, ni más fuerte, ni más alto que los demás; ni siquiera era más bello. Y aun así las mujeres se volvían locas a su alrededor, peleándose por su atención. Había corrido la voz de que era un artista, y enseguida consiguió voluntarias dispuestas a posar para él. Decían que su mirada era tan profunda que llegaba hasta el mismísimo alma, sacudiendo todo el cuerpo en una ola de placer. Su sonrisa tenía algo de pícaro, pero mucho de tierno también. Sin embargo, enseguida se supo lo que, en realidad, él nunca había pretendido ocultar: que no era más que el ayudante pobre de un taller infravalorado. Y es que (y esto sí que le valió más de una rencorosa enemiga), era regentado por una mujer. De buena familia, varios de sus parientes cercanos habían formado parte de la Royal Academy of Arts, aunque a ella, por supuesto, jamás se le brindara la oportunidad. De cara al público pintaba preciosos e insulsos bodegones, además de hermosos y fríos paisajes. Pero se rumoreaba que perseguía "el verdadero arte", el de la anatomía humana, y se la acusaba de indecente por tomar modelos para posar desnudos igual que sus contrincantes varones. A menudo Elisabeth tenía la oportunidad de observar con detalle el esculpido cuerpo de James, y no tenía más remedio que reconocer el buen gusto de su señora eligiendo aprendiz.

Y es que era difícil explicarse la pálida piel del joven teniendo en cuenta cuánto disfrutaba dejándose ver, desprendiéndose de su harapienta camisa con la excusa de ayudar en algún trabajo físico. Y la verdad es que admirar sus músculos bajo el brillo del sudor provocado por el esfuerzo realizado, era todo un espectáculo. Elisabeth no se andaba con remilgos para mirar hasta quedar satisfecha. Su rostro le parecía de lo más simple, ojos y pelo oscuros, poco memorable. Como mucho, lo único que merecía su atención era aquel gesto tan sensual cuando sus puntiagudos colmillos mordían esos labios tan finos. Pero nada comparable con su cuerpo. Fuera como fuese, ni la muchacha ni la mayoría de los hombres (algunos celosos y otros temerosos por el honor de sus hijas) se explicaban que hubiese causado tal sensación tan solo por un par de abdominales bien colocados. Es cierto que no era lo más común, pero tampoco podría decirse que fuese raro. Sin embargo aquel día la muchacha, por fin, lo comprendió.

- Hey, tú- la llamó. - Si quieres puedes acercarte, no muerdo- sonrío, divertido. Era la primera vez que le dirigía la palabra, pero hacía bastante que se había dado cuenta de que le observaba.

- ¿Por? ¿Necesitas que te ayude a llevar ese saco?- se burló ella.

Aquello lo sorprendió. Las mujeres solían ser, por naturaleza, más remilgadas, pensó. Aunque siempre había excepciones, claro, y a él le encantaba que le sacasen de sus esquemas. Sin embargo, le gustaba aún más ganar, y no iba a dejarse vencer en un duelo verbal por una aficionada.

- No, gracias. Solo pensaba que te sería más fácil comerme con los ojos si reducíamos la distancia.

La joven se sonrojó sin poder evitarlo, y James no disimuló su satisfacción ante ello. Pero, desde luego, no se esperaba lo que ocurrió a continuación. Ella se acercó, hasta quedar a tan solo dos dedos de distancia, y sin un ápice de duda posó sus ojos sobre sus labios, bajó por su fuerte cuello siguiendo los caminos de sus venas hasta el toso, sus abdominales y... más abajo. Un escalofrío recorrió al muchacho. Jamás lo habían mirado de esa manera, mucho menos en público, casi parecía un reto. Sus mejillas ardían, y su cuerpo había empezado una reacción en cadena que no supo parar a tiempo. Ella lo miró y se permitió sonreír con maldad: había ganado. Mientras se alejaba James tomó la determinación de vengarse. Elisabeth, por su parte, decidió que debía alejarse de aquel magnetismo, de aquella atracción casi animal. Tras unos tensos minutos intentando controlar sus impulsos, logró calmarse por fin. "Que chico más interesante" se dijo, "y peligroso. No debo volver a verlo" decidió.


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