Mister Sorrows

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A Elisabeth le dolían las plantas de los pies de tanto andar. Vivía en el mismo barrio donde nació, el East End, un lugar lleno de mendigos, putas y borrachos. Sin embargo ella no pertenecía a ninguna de esas categorías, y por eso cada mañana debía caminar varios kilómetros hacia el centro de la ciudad donde servía de criada, aunque hubiese sido educada para ser mucho más... pero no, no debía pensar en eso, así que guardó aquellos recuerdos autodestructivos de vuelta en el cajón del indiferente olvido. Se estiró y se masajeo la nuca. Tenía que volver al presente. O se daba prisa o la despedirían. Y, como todos sabían, solo había dos salidas para una mujer pobre y desempleada, y no le apetecía ninguna.

Se apresuró calle arriba hacia Hyde Park, donde trabajaba. Cruzó, siguió hacia la derecha y volvió a cruzar. Tan solo tenía que girar en la siguiente esquina, y después... después nada. Porque no había manera de atravesar el tumulto que cuchicheaba frente a ella. Las damas y caballeros más distinguidos de Inglaterra estiraban sus cuellos cual avestruces intentando distinguir lo que allí ocurría. Elisabeth por su parte, a pesar de ser curiosa por naturaleza, tenía otras prioridades. Empezó a empujar a las señoras y señores que se interponían en su camino, metiendo los codos si hacía falta, rezando para que en su indignación no se fijasen en su rostro. Sería terrible que después, en alguna fiesta, la reconocieran. Por fin llegó al final, y sintió, aliviada, como el grupo la escupía hacia delante. No llegó muy lejos sin embargo. Un joven hombre, que podría haber sido guapo de no tener cara de perro, la empujó a un lado sin delicadeza alguna y le ladró que no interfiriese. ¿Interferir en qué? se preguntó la muchacha, hasta que el agente que la había detenido se apartó. Y entonces lo vio: Una mano ensangrentada en el suelo, las uñas rotas, los puños rasgados... y un cadáver que le hacía juego. No hacía falta ser detective para saber que quien o quienes hubiesen asesinado al pobre desgraciado le guardaban un ardiente odio: le habían pegado una paliza salvaje, habían desgarrado su chaleco a medida para sacarle las vísceras y lo habían apuñalado donde más dolía, si es que seguía vivo para aquel momento. Elisabeth esperaba que se hubiese desmayado antes por la pérdida de sangre. Mientras se levantaba para recuperar esprintando el tiempo perdido, se permitió echar un vistazo al rostro de aquel hombre. Al fin y al cabo vestía ropajes de calidad, puede que lo hubiese visto en alguna fiesta... o en todas se dio cuenta enseguida. Porque el difunto era nada más y nada menos que Sir Anthony Sorrows, el aristócrata más popular del momento.

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