Anika

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Elisabeth sabía, mejor que nadie, cómo debía empezar su investigación: interrogando fantasmas.

Y es que esos seres ignorados a los que llamaban sirvientes, casi invisibles pero que sin embargo lo veían todo, eran los que conocían los secretos de la casa incluso mejor que la propia dueña. Pero, aunque les encantase cuchichear entre ellos, enseguida se ponían alerta cuando veían que se acercaba alguien de fuera.

Porque una cosa era intercambiar pequeños cotilleos y rumores sin fundamento, y otra muy distinta divulgar información que pusiese en peligro el honor de la familia y con ello sus puestos de trabajo. A mayor rango, mayor confianza, y menor posibilidad de hacerlos hablar. Unas monedas no merecían el riesgo de no volver a ser empleados jamás, y aunque no hubiera sido así, Elisabeth carecía de dinero. Por no tener no tenía ni un plan, aunque sí un objetivo claro: conseguir como fuera alguna pista, y cuanto antes. Porque si esperaba para prepararse mejor, una turba de caza recompensas se adelantaría a ella. No podía permitirse perder su ventaja.

Convenció a Bitter para cubrirle otra vez con la promesa de traerle jugosa información al día siguiente. En el fondo era una mujer de gran corazón, pero no le gustaba aparentarlo. Elisabeth siempre había pensado que alguien debía de haberle hecho mucho daño en el pasado, pero jamás se había atrevido a preguntarle al respecto. Era curioso cómo tras haber trabajado tantos años juntas conocían tan poco la una del pasado de la otra. Claro que la joven odiaba rememorar su infancia, y pensó que a Bitter le ocurriría parecido.

Elisabeth se escabulló con cuidado y se dirigió a paso ligero hacia la mansión de Miss Sorrows. Por suerte, la mayoría de ricachones vivían relativamente cerca los unos de los otros. Y es que Elisabeth y el resto trabajaban largas horas sin parar, sin sentarse siquiera, por lo que al final del día a veces se les escapaban lágrimas cuando por fin sus pies podían descansar. Sin embargo, al contrario que el resto de criados y sirvientes que dormían en la propia mansión, Elisabeth aún tenía que caminar varios kilómetros de vuelta a casa al final de la jornada.

En teoría las sirvientas no tenían ninguna propiedad, muchas comenzaban a trabajar en la casa desde muy pequeñas y apenas tenían esperanzas de casarse. Sin embargo para ella era diferente. Había conseguido ayuda del difunto señor para mantener la casa de sus padres y permiso para volver a ella por las noches, a cambio de ciertos favores, por supuesto. Gracias a vivir en el East End Elisabeth conocía a todo tipo de personajes que habían ayudado a su antiguo empleador por un módico precio: un poco de opio por aquí, algún jovenzuelo dispuesto a prostituirse por allá.

Cuando los inocentes y secretos vicios del señor se lo llevaron por delante, su viuda no se molestó en cambiar el status quo. Aunque no entendía cómo una muchacha prefería vivir en un barrio tan peligroso, la verdad era que Elisabeth siempre había sido discreta al respecto y solo unos pocos conocían su excepcional situación, y aún menos la razón de la misma.

Por fin, la joven llegó a su destino. Era tarde, ya había oscurecido, y poco a poco las luces de las habitaciones iban pereciendo al ritmo que sus habitantes se iban a dormir. Elisabeth empezó a ponerse nerviosa. Había logrado atravesar el jardín principal, y divisaba a media distancia la puerta pero... ¿Ahora qué?

- ¿Qué hace aquí?- preguntó alguien a su derecha, un par de pasos por detrás.

Elisabeth pegó un pequeño salto del susto y se giró, pero al ver a la joven mujer que tenía delante se calmó. Anne, o Anika como solían llamarla, era una veinteañera bien desarrollada anatómicamente, pero tan inocente (y a veces tonta) como una chiquilla. A penas había hablado con ella, aunque habían coincidido más de una vez. Lo único que quedaba claro a juzgar por su uniforme era que, a pesar de llevar varios años en aquella mansión, jamás la habían ascendido.

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