La Viuda

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Llegó jadeando a la mansión. Se coló por la puerta de servicio y se apresuró a quitarse la ropa sudada para colocarse el uniforme.

- ¡Vaya, la desaparecida! Pensaba que te habría matado algún borracho del barrio o que te habrías fugado con algún comediante- ironizó Bitter.

Bitter se llamaba, en realidad, Beatriz. Sin embargo su cinismo le había granjeado aquel apodo que había aprendido a llevar por armadura.

- Pues casi, porque llego tarde por culpa de un fiambre- contestó.

- ¡¿Qué?! ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo todo!- le exigió- Me lo debes, ¡te he cubierto media hora de retraso!

- Y no te arrepentirás, te lo aseguro- aumentó el morbo.- Ven- le dijo, agitando la mano para que se agachara y así poder susurrarle mejor. Y es que Bitter le doblaba no solo la edad sino la anchura, y por poco la altura también.

- ¡¿MISTER SORROWS?!- chilló, apenas hubo mencionado lo ocurrido.

- ¡Tss! ¡Baja la voz, loca!- la apremió, mirando a todos los lados, nerviosa, pero ya era tarde.

- Señorita, mientras usted pierde el tiempo con fútiles cuchicheos- comenzó una voz a sus espaldas- la señora lleva toda la mañana buscándola.

Sebastian era el anciano mayordomo de la mansión. Tantos años trabajando para la aristocracia habían moldeado su anatomía hasta el punto de jamás encorvarse un solo milímetro, a pesar de su avanzada edad. La personalidad iba a juego con su postura, pues pocos hombres habría en todo Londres más estirados que aquel.

- Sí señor Meadows- respondió la joven con un hilillo de voz, a sabiendas de lo mucho que le gustaba a aquel ser decrépito creer que aun imponía.

Después de echar una mirada llena de reproche a Bitter, la muchacha subió escaleras arriba todo lo rápido que la etiqueta le permitía. Al llegar a la habitación de su señora hizo una breve reverencia y preguntó, a pesar de saber la respuesta:

- ¿Me llamaba?

- Ah, Elisabeth, sí. Hoy ha venido a verme una amiga muy querida que está viviendo el momento más duro de su existencia. Y solo hay una cosa que pueda ayudarla a pasar el mal trago.

- Entendido señora, enseguida lo traigo.

Tan solo había dos placeres en la vida de la viuda que regentaba aquel lugar: la lectura y el té. Elisabeth se apresuró a por las dulces pastas que cada día horneaba Bitter para acompañar a aquel líquido que su señora reverenciaba casi como a un Dios. Con las prisas, no fue hasta que volvió que se fijó en el rostro de aquella invitada tan especial que lloraba desconsolada en el sillón de enfrente de su ama. Era Miss Sorrows.

Bajita, oronda, y de voz chillona, nadie en las altas esferas se explicaba cómo había acabado casándose con el soltero más deseado de toda Inglaterra. Se había extendido el ridículo rumor de que algún antepasado suyo había sido un corsario que había escondido una gran cantidad de tesoros en lejanas islas. Eso les parecía más creíble que el que, simplemente, se hubiesen enamorado.

- No han querido...- empezó, pero tuvo que parar para sorberse los mocos sonoramente antes de continuar- No han querido aceptar la recompensa...

- La entiendo, mi querida amiga, pero en Scotland Yard saben lo que hacen.

- ¡¿Cómo puede decir eso?!- gritó antes de estallar en agudos berridos, como si de un animal malherido se tratara.

En silenco, Elisabeth puso las tazas y las pastas sobre la mesita y se apartó un par de pasos esperando la orden para poder retirase. Pero su señora estaba demasiado ocupada en aquel diluvio salado, y la verdad es que nunca estaba mal enterarse de cotilleos, mucho menos si era a costa de no trabajar.

- ¿No cree usted que el inspector lleva razón? Una recompensa podría empezar una guerra de acusaciones entre vecinos...

- ¡No me importa!- la interrumpió Miss Sorrows, caprichosa.- No me importa- repitió-, si con eso encuentro al asesino de mi marido. ¡Mañana haré que se publique en todas las portadas, hasta en la del panfleto más infame! Mandaré niños a que den la noticia a gritos por la ciudad. No quedará un solo rincón en todo Londres que no sepa la noticia.

La viuda más experimentada trató de consolar a la recién estrenada, sin éxito. Pero Elisabeth ya no prestaba atención. En su mente solo había una palabra, una idea, un concepto: La recompensa. Y yo tengo la exclusiva.

RememberWhere stories live. Discover now