Ya está bien de gilipolleces

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Las dos (des)conocidas se reunieron allí, en aquel bar donde pasaban las tardes lluviosas.

Una de ellas había llegado pronto, y ya había pedido algunas bebidas.

Tenía el pelo de miles de colores y los ojos negros, profundos, de esos que te tragan y te sumergen en sus aguas intranquilas.

Quizá esa sea la mejor manera de describir a la primera chica.

Pero la segunda, aunque no tenía el pelo como un arcoíris, llamaba más la atención.

Sostenía un cigarro entre dos dedos y no se decidía entre entrar al bar de una vez o salir huyendo como la rata cobarde que era.

Las malas influencias, las drogas y Robb (que era más o menos su droga cuando se acaba la de verdad) la habían transformado. Para bien, o para mal.

Estuvo a punto de irse, de dar media vuelta y refugiarse en casa, pero se dijo «otra vez no, ya está bien de gilipolleces» y abrió la puerta.

La gente se quedó petrificada al verla entrar, tan peligrosa y tan vulnerable. A la primera chica se le cayó la mandíbula al suelo.

Delante de ella había un ángel de pelo rubio y ojos grises, muertos y vivos al mismo tiempo.

Cuando sus miradas coincidieron, la primera chica se levantó de golpe, tirando la lata que llevaba en la mano y volcando la silla.

Corrió hasta la rubia, que había arrojado el cigarro al suelo y también avanzaba hacia ella.

Cuando se abrazaron, el mundo dejó de girar.

Su reencuentro fue caótico: la primera chica comenzó a llorar y la segunda (que seguía sus normas de no llorar en público) rió por el rímel corrido de su amiga.

Luego se encendió un nuevo cigarrillo, pero allí estaba prohibido fumar.

Después de romper una botella, las echaron del local.

Estaba(n) de vuelta.

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