Capítulo 7.

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La mañana llega demasiado pronto. El martilleo del remordimiento me golpea levemente los tímpanos para recordarme los excesos de anoche.

En cuanto llego a la oficina, Barbara me anuncia con un tono que revela admiración y júbilo que me mudo al despacho de Tom.

Asiento con la cabeza, incapaz de mostrar entusiasmo.

—¿Ha llamado el señor Colunga? —pregunto.

Anoche no me llamó. Y esta mañana no tenía ningún mensaje en el móvil.

Barbara sacude la cabeza y me resulta ridículo lo inmóviles que se muestran sus rizos debido al exceso de laca.

—No habréis reñido, ¿no? —Se inclina hacia delante con complicidad—. David me gustaba, pero el señor Colunga está mucho más bueno.

El comentario me enfurece. No es justo que compare a David con Fernando. Ya no están compitiendo por el mismo premio. Asiento con brusquedad y entro en el despacho que estoy a punto de abandonar.

Me voy al piso de arriba; ese movimiento simboliza mi trayectoria actual. No causo gran alboroto. Nadie se pasa a darme la enhorabuena ni a ayudarme con la mudanza. De todos modos, no tardó mucho en hacerla. Después de seis años, lo único que tengo en mi despacho son papeles y archivos. No hay fotos de niños, ni pisapapeles bonitos, ni cuadros que no hubiera colgado allí la empresa. No hay nada que diga «Este es el despacho de Lucero», excepto los archivos, que, obviamente, son más que suficiente. Muchas noches he encontrado consuelo en las cifras y en los cálculos que almaceno, bien ordenados, en carpetas y discos duros. Puedo contar con su fría lógica. Si fuese capaz de escribir mi vida entera en una ecuación matemática, estoy segura de que podría resolverla.

Pero, aun así, le he cogido cariño a este despacho, a que los cajones de los archivadores me saluden con chirridos cuando los abro. Me gusta mi mesa: es de madera noble teñida de negro y sus patas trazan una sutil curva que añade un toque femenino a este práctico mueble.

Aunque, claro, mi nuevo despacho es mejor: la vista desde la ventana abarca un trocito más de ciudad, la mesa es de una madera de calidad un poco superior y la silla es un poco más cómoda. Lo único que me intimida es el trabajo que me espera aquí: carpetas amontonadas una sobre otra y llenas de datos sobre departamentos de los que jamás he recibido información alguna. Mi bandeja de entrada está saturada de información que debo aprender y de preguntas que exigen respuestas. Tendré que formar equipos para proyectos sin siquiera conocer a los jugadores entre los que tengo que hacer la selección. Tendré que ayudar a esos equipos a enfrentarse a problemas que ni siquiera comprendo. Al parecer, al señor Costin se le ha «olvidado» darme la contraseña para acceder a algunos archivos que necesito para gestionar los departamentos con éxito, así que acabo pasándome una hora hablando con los informáticos y me da la impresión de que se les ha pedido que traten de agotarme la paciencia. Lo hubiera achacado a los típicos problemas técnicos, si no hubiera visto a uno de los informáticos esbozar una sonrisa de superioridad cuando me pregunté en voz alta por qué el señor Costin no me habría dado la autorización que sabía que necesitaría.

Y Fernando sigue sin llamar.

Me paso el día leyendo y tomando apuntes. Unos pocos de los empleados que estarán trabajando para mí se pasan por el despacho para darme la enhorabuena. Todas las palabras son apropiadas y la amargura está bien oculta, pero aun así la detecto. Veo el brillo de rencor en sus ojos cuando me estrechan la mano, cuando me ofrecen ayuda durante la transición, etcétera. Nadie adoraba a Tom, pero todos respetaban su trabajo. ¿Sentirán lo mismo por mí?

¿Es eso lo que quiero? ¿Respeto mezclado con animosidad?

Qué remedio, tengo que jugar con las cartas que me han tocado. Agacho la cabeza para estudiar otro archivo.

Contrato Blindado Versión #LCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora