Capítulo 13.

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El resto del día adquirió tintes surrealistas. El señor Costin se quedó aturdido, oscilando entre el júbilo y el terror. ¿Estaba el señor Colunga disgustado por algo? ¿Lo estaba yo?

«No», le respondí. No ocurría nada malo, pero yo no estaba cómoda en la oficina; no, no me refería al despacho, sino al puesto, a la empresa, a la vida Seguí tratando de tranquilizarle, mientras se me trababa la lengua y él soltaba un montón de tópicos. También había que pensar en la logística. En un periodo muy breve de tiempo me había hecho con el trabajo. Las tareas se estaban llevando a cabo y se estaban explorando nuevos enfoques. Sería una pena lanzar todo eso por la borda y el señor Costin lo sabe.

Pero también sabe que mi renuncia es un regalo. Un obsequio para él y para muchos trabajadores de la empresa que no quieren que su vida y su carrera dependan de la marea del océano. Es comprensible que prefieran vivir lejos del alcance del inminente tsunami.

Así que decidimos que me quedaría tres semanas más para facilitar la transición. Tantos cambios en un lapso tan breve de tiempo no dan buena imagen, pero haremos que afecten lo menos posible.

Lo único que pido a cambio es que el señor Costin no ofrezca mi puesto a Asha. Le obligo a acceder a esa condición. Es la última vez que me impongo en esta oficina, en este edificio. No me cabe la menor duda de que este último abuso de poder por mi parte creará otra grieta en los delicados restos de mi resquebrajada moralidad.

Merece la pena.

Cuando la jornada termina, no me voy a casa y menos aún a su casa. Conduzco por las calles de la ciudad y dejo que las azarosas luces de la noche me guíen: hacia un centro comercial, hacia un restaurante, hacia un evento que lanza dos focos de luz hacia el cielo como si estuvieran llamando a Batman.

No aparco en ningún momento, tan solo me detengo cuando las señales de tráfico me lo imponen. Conduzco sin parar hasta que llego a un callejón que me resulta vagamente familiar; es un rincón oscuro alejado de las luminosas vallas publicitarias. Me detengo ante un bar de cócteles llamado Wishes.

Cuando alcanzo la puerta, me lo vuelvo a pensar. Es tan blanca como la recordaba; y las letras del nombre son igual de rojas. Como si los deseos estuvieran hechos de sangre.

Abro la puerta. En la barra un chico seca un vaso con un trapo. Hay hombres y mujeres conversando y la música de ambiente proviene de unos altavoces, no es en directo. Al acercarme a la barra, el camarero me mira a los ojos y me desnuda con la sonrisa.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Qué marcas de whisky escocés tenéis? —pregunto subiéndome a un taburete.

Mis ojos se posan un solo instante en el pequeño cubo de plástico que hay detrás de la barra, el que rebosa de gajos de lima.

—Unas pocas —responde, y menciona los nombres de varias marcas, pero ninguna tiene la calidad de la que nos tomamos Fernando y yo en Las Vegas.

Niego con la cabeza y pido un vodka con tónica.

Coloca la bebida delante de mí sin demora; en mi copa hay un gajo de limón, no de lima. La cojo y observo el círculo de humedad que deja en la barra. No hace mucho estuve tumbada sobre esa barra; la sal me hacía cosquillas en la piel.

—¿Genevieve trabaja esta noche?

No sé por qué lo pregunto, ni siquiera sé por qué estoy aquí. Quizá sea porque quiero entender. ¿Qué me ha pasado? ¿La noche que pasé aquí fue un punto de inflexión en mi vida o fue una manifestación de una decisión más importante que ya había tomado, antes de que Fernando me guiara por esa puerta? ¿La decisión de abrazar los excesos y abandonar las convenciones sociales que me habían enseñado a venerar?

Contrato Blindado Versión #LCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora