Prólogo

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Me desperté melancólico después de una pregunta que mi nieto Francisco me había hecho el día anterior.

—¿Vos, abuelo, estuviste en la época militar?

Le sonreí de costado y le contesté que había pasado por eso y por mucho más. Francisco no se molestó en seguir indagando, sólo se limitó a asentir con la cabeza y a seguir prestándole atención a una película de guerra que pasaban por la televisión. No quise ver esas imágenes, por lo que decidí salir a la vereda a ver como la gente caminaba sin cesar, de un lado para el otro. 

El tiempo es oro, pensé.

Me desperté a eso de las siete de la mañana y puse la pava a hervir. A mis ochenta y nueve, ya poco tenía para hacer. Una enfermedad respiratoria me había dejado en cama por varios meses y decidí por jubilarme unos cuántos años atrás. Al final del tercer mate amargo que tomé, me di cuenta que nunca antes me había puesto a pensar en lo viejo que estaba, lo grande que estaba y lo rápido que pasaba el tiempo. Me senté en el patio de mi casa, mientras alcanzaba a ver por una gran grieta de la medianera como Elsa, la vecina, salía a darle de comer al perro.

Cerré los ojos y me ví a mí a los cinco años. Mis primeros recuerdos, que aún con el paso del tiempo, mi duradera memoria podía recordar con total nitidez.

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