Capítulo uno.

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Me encontraba sentado en la puerta de casa, jugando con una espada de madera que me había hecho mi papá.

Mi madre estaba con unas vecinas, hablando del mal tiempo que venía, mientras del fondo sonaba un tranquilo ritmo de Jazz. Ya era el fin de los años locos, o algo así me había dicho mi hermano Miguel cuando le pregunté por qué papá traía esa mala cara del trabajo. Esa misma tarde de 1930, vi por primera vez a mi madre llorar.

Mi padre quién en ese entonces trabajaba en una fábrica conocida como SIAM, una fábrica de heladeras, había quedado desempleado.

No fue sólo mi padre quién cayó en el desempleo, también muchos de sus compañeros y vecinos. Por lo que tenía entendido, o por lo menos mi padre había dicho, ésta situación no fue de golpe, si no que sin prisa, de a poco, la gente se fue quedando sin trabajo gracias a una grave crisis económica. Mi padre, claro que no podía terminar por conformarse y echarse a dormir, salió a la calle y se dedicó a ser un vendedor ambulante, mientras a su vez, intentaba encontrar un puesto en alguna fábrica.

En ese entonces, no entendía mucho sobre lo que pasaba en el país, solo recuerdo que mi hermano Miguel, había ido junto a sus compañeros de escuela a manifestaciones, por eso interpretaba a mis cinco años que nada bueno estaba pasando. Aunque terminé por confirmarlo el día que papá llegó diciendo que Yrigoyen había sido derrocado por Uriburu, quién asumiría la presidencia dos días después.

Dos años después, con Roca en la presidencia, gracias al pacto Roca- Runciman, mi padre consiguió empleo en un frigorífico. Gracias a esto nuestra economía mejoró notablemente, aunque solo pudo mantener su puesto durante tres años, ya que luego de una investigación de Lisandro de la Torre dónde acusaba a los frigoríficos de evasión impositiva y se acusaba la existencia de corrupción que involucraba al gobierno de P. Justo, se produjo un gran revuelo que terminó dejándolo sin trabajo nuevamente.

Por suerte, Don Julio, un viejo tano que había llegado a la Argentina junto a toda la inmigración, le consiguió trabajo en una fábrica textil tanto a mi padre como a Miguel, quién ya para ese entonces tenía veintidós años. Miguel poco mantuvo ese trabajo allí, ya que él, aficionado a los conflictos, conoció en 1943 a Lucía, una dulce muchacha rubia de ojos altones, en una marcha contra Castillo y Costa, el mismo año en el que Perón subió al poder al mismo tiempo que Ramirez asumía la presidencia y Farrel la vicepresidencia  y se enamoró perdidamente de ella. Al año siguiente, mi hermano y Lucía buscaron nuevos horizontes en Córdoba, lugar dónde la muchacha tenía familia. Mi padre, en cambio, mantuvo el trabajo en la textil hasta el fin de sus días.

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