Sebastián le había dicho que no saliera a explorar la ciudad por su cuenta, pero Daniel no le hizo caso y decidió explorar la gran manzana; Nueva York le resultaba tanto intrigante como peligrosa. Sentía una extraña conexión con la ciudad, como si algo lo impulsara a salir y dirigirse desde Queens a Long Island.
Se encontró con un bosque que no parecía normal. Daniel siempre había tenido una especie de lazo con la naturaleza, y era este mismo lazo el que le decía que en ese bosque se encontraría con cosas extraordinarias.
Así que decidió mantenerse alejado.
Decidió alejarse de Long Island por su propio bien, y por el de sus primos, que seguramente estarían esperándolo en casa para regañarlo por salir sin permiso.
Quién diría que meses después entraría a ese bosque guiado por un sátiro y seguido por su primo Sebastián.
Martín no sabía nada de ellos; Sebastián y Daniel sólo le habían dicho que la escuela les dio la oportunidad de pasar sus veranos en un campamento, y Martín no hacía más preguntas. Después de todo, sus tías no parecían extrañadas por el asunto y, en consecuente, él tampoco debería hacerlo.
Habían pasado tres años desde eso. Daniel tenía trece ahora, y ya había participado en unas cuentas misiones menores, pero nunca en una de tal calibre como la que le había correspondido esa vez. Él lideraba al equipo, compuesto por Blanca y Manuel, pero algo salió mal y envió a Manuel en busca de ayuda, puesto que entre los tres era el que menos heridas tenía. Ahora Blanca y él se escondían de los monstruos en una cueva.
Daniel había hecho crecer plantas para que cubrieran la entrada, mientras que Blanca vendaba su tobillo y lo mantenía firme con una tabla que se encontraron por ahí.
¿Cómo habían llegado a esa situación?
Recordaba que todo iba bien hasta que las pistas los llevaron a San Francisco, cuando una gran cantidad de monstruos los rodeó, y en vez de intentar matarlos, querían capturarlos. Ninguno de los tres sabía porqué, pero intentaron huir, claramente había sido una trampa.
Así que ahí estaban ellos dos, solos, escondidos, preocupados; a la espera de Manuel y la ayuda.
No podían prender una fogata y habían intentado ocultar su olor lo más posible, con barro y plantas aromáticas que Dani había hecho crecer. Blanca había curardo las heridas de ambos lo mejor que pudo, puesto que ya no tenían néctar ni ambrosia. La comida se les estaba acabando. No tenían agua para ni un día más, y eso les preocupaba. Iban a esperar hasta el mediodía del día siguiente para salir de esa cueva y comenzar a buscar víveres. Esperaban que Manuel regresara pronto.
Pero, mientras tanto, sólo se tenían el uno al otro. Para pasar la fría noche, dormirían abrazados, y juntos le rezarían a todos los dioses que conocían para que los protegieran y los ayudaran a salir de esa.
—¿Y si Manuel no llega a tiempo? —preguntó Blanca, cuando se acomoda junto a Dani para dormir. El paraguayo la abraza y suspira, comenzando a acariciar el cabello de la puertorriqueña.
—Confío en él —responde el chico, mientras Blanca apoyaba su cabeza en su pecho—. Confío en Manuel...