El día era pesado y abrumador, parecía como si grandes columnas comprimieran cada vez más el aire caliente sobre la gran ciudad.
En el lugar más alejado de los bullicios de la calle me senté y miré cada rincón de lo que un día fue mi casa, en la que durante dos años me dió tantas oportunidades y lecciones que llevaría conmigo el resto de mi vida.
Hoy se veía tan vacía como la primera vez que la ví y a mi mente acudieron tantos recuerdos que sin querer una que otra lágrima se escurrió de mis ojos.
Sabía que si quería perseguir mis sueños debía partir y me pareció irónico que justo dos años atrás me hubiera sentido igual al mudarme aquí.
Extrañaría todo, incluso lo malo. Realmente había experimentado una clase de enamoramiento por la vida que llevaba en aquel desarreglado apartamento de estudiante.
Irme parecía como que una parte, mi parte valiente y libre quedarían guardadas en cajas de empaques que se extraviarían de camino a mi nuevo destino.
Aunque estaba segura que las encontraría de nuevo cuando las precisara en mi camino.
Ya no era la niña asustadiza que llegó a esta enorme ciudad, ahora sentía como se había volado la arena que antes tenía como simiento y ahora era sobre una roca sobre lo que yo edificaba mi futuro.
Aunque duela decir adiós mi adiós es un gracias que no es del todo una despedida sino un hasta siempre.
Gracias es mi hasta siempre.
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