Eran las cuatro de la tarde de un miércoles cualquiera de noviembre. Pese a estar en pleno otoño, era agradable abrir la ventana y dejar que el aire fresco se colara dentro de la casa. El olor a chimenea y a castañas entraba deleitando a Sofía transmitiéndole la sensación de la llegada de frío. A Sofía ya no le gustaba el invierno como antes. El invierno ahora era oscuro, frío y le mataba todas las esperanzas. Pese a todos los cambios para bien o para mal que había habido en su vida en el último año, tenía la sensación de que a sus 31 años estaba más vacía y falta de vida que nunca. Después de luchar con uñas y dientes para conseguir dedicarse a lo que más le gustaba, ni siquiera eso fue capaz de despertarle un mínimo indicio de alegría. Todo estaba vacío, ya nada conseguía llenarla. En el segundo piso del número 4 de la calle Ramón y Cajal vivía Sofía sola. Allí corregía los exámenes de sus alumnos, preparaba sus clases, con no tanto entusiasmo como al principio, leía novelas de Dickens y poemas de Poe y veía películas del Hollywood de los 80. Así lograba sentirse un poco mejor.
A las cinco y media de ese miércoles cualquiera de noviembre Sofía recibió una llamada. “¿Qué pasa, Sofía? ¿Todo bien?”. Era Lucía, una compañera de trabajo del instituto. “Te llamo para ver si me puedes ayudar. Necesito que me hagas un favor”. Eran las únicas palabras que Sofía no tenía ganas de escuchar en esos momentos “necesito que me hagas un favor”. Se temía lo peor. “Verás, va a venir un buen amigo de Londres a trabajar unos meses. Está a punto de terminar su tesis doctoral pero ahora mismo necesita desconectar un poco de su rutina y ha decidido venir a Alicante a probar suerte unos meses antes de terminarla”. Vaya hombre, ¿y qué tenía eso que ver con Sofía? “Sé que en tu casa hay una habitación libre y te llamaba por si se podía quedar allí unos días. Sólo será una semana más o menos hasta que encuentre un estudio”. No, no y rotundamente no. No estaba dispuesta a que un guiri pijo le invadiera su intimidad, ni siquiera una semana. “Verás, Lucía, es que ahora mismo no sé si me vendría bien. Tengo mucho lío con las clases, corrigiendo exámenes y otras historias que ya sabes. ¿No se lo podrías preguntar a Juan el de biología? Creo que en su casa tiene una habitación libre también” Sofía intento excusarse sin éxito. “Juan no sabe hablar inglés, ya lo sabes. No sé podrían comunicar bien…y tú, tú eres profe de inglés. Además, sólo serán unos días, lo prometo”. “Bueno, Lucía, déjame pensarlo esta noche y mañana te digo algo.
Sabía que estaba en un aprieto. No quería que Lucía pensara mal ni se enfadara con ella pero ahora no podía tener a nadie en casa. No tenía fuerzas ni ganas de encontrarse cada 10 minutos a alguien dando tumbos por su propio apartamento.
El jueves amaneció despejado y frío como de costumbre. Sofía no había podido dormir muy bien. Estuvo dándole vueltas a la proposición de Lucía. Por una parte, sabía que no tenía ganas de compartir su casa con nadie ni siquiera una semana. Por otra, quién sabe, puede que fuera un buen chico. Además, solo se trataba de siete días. Se puso sus vaqueros favoritos y un jersey gris de cuello alto con los botines marrones más cómodos que encontró. Desayunó su café con galletas y se dispuso a salir hacia el instituto. Hoy tenía un examen con un primero de bachillerato y otro con un tercero de la ESO, el peor curso que le había tocado este año. Cuando entró en el instituto saludó como de costumbre al conserje “Buenos días, José Antonio. Qué día tan frío, ¿verdad?”. “Buenos días, Sofía, parece que sí”. El conserje era un hombre afable, aunque si lo pillabas de mal humor no era nada agradable. Una vez ya en la sala de profesores saludó a todos los que estaban allí. Primero habló con Pilar, la profesora de matemáticas y una excelente compañera. Comentaron que en dos días tenían evaluación -por si fuera poco- de los bachilleratos. Luego, saludó a Marta, la profesora sustituta de lengua castellana que estaba embarazada de 5 meses. Se llevaba muy bien con ella, qué lástima que sólo iba a estar allí 4 meses más. Al fondo de la sala vio a Alberto, el profesor de latín y el chico que le hacía “tilín”desde hacía un tiempo. Por desgracia, no tenía nada que hacer con él. Estaba casado y con hijos y, ni siquiera se había fijado en ella ni una sola vez. Era alto, de pelo castaño, con ojos azules y con barba pelirroja que lo hacía más irresistible aún. A Sofía no sólo le gustaba por su obvio atractivo físico, sino porque era sencillo, inteligente y muy culto. Después de contemplar a su amor platónico se topó finalmente con Lucía. “Dime que te lo has pensado bien y que acogerás a Tom unos días” Tom. Su amigo de Londres se llama Tom. “Buenos días, eh? ¿Cómo estás?” contestó Sofía con un poco de sarcasmo. “Ay, perdona Sofi, pero es que necesito tu ayuda. Es un super amigo que hice en Inglaterra hace mucho tiempo y seguimos en contacto. Es encantador, listísimo, altísimo, guapísimo, graciosísimo y todo lo que acaba en “ísimo””. Tenía a Sofía en un callejón sin salida. “Ay, Lucía, de verdad, qué pesada eres cuando quieres. Está bien, dile que sí pero sólo una semana, eh? Déjaselo bien claro, por favor”.
La tarde del jueves fue tranquila. En su apartamento se respiraba paz y tranquilidad y no sabía por qué pero hoy estaba de buen humor. Quería pensar que era porque manaña era viernes, pero se temía que esa alegría inesperada era por la llegada de su nuevo y fugaz compañero de piso Tom. No podía quitarse de la cabeza las palabras de Lucía “es encantador, listísimo, altísimo, guapísimo, graciosísimo y todo lo que acaba en “ísimo””. Aunque quisiera autoengañarse tenía curiosidad por conocerlo, además le vendría bien para practicar su inglés, que aunque era excelente nunca era lo verdaderamente perfecto. En dos días lo tendría ahí.