VI. El cuaderno con piel de mi nieto.

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Corrí con el corazón galopando en mi pecho, dejando atrás a una mujer que moría en medio de una risa vesánica, señalando con la mano la maldita mansión de Ricardo Almanza. Frente a mí los rostros se difuminaban, y estos se retorcían en muecas del más profundo asco y repelús, pues ya se me había visto en conferencia con la tachada Elizabeth; descubierta mi identidad ya no me detenía en los recodos a tomar aire en las cornisas entenebrecidas.

Mi carrera fue detenida en la plaza, donde las miradas se encauzaron a mí y todos comenzaron a descargar su odio en mi contra. Si tan solo supieran que mañana medio pueblo cometería suicidio; pero la valentía que los cubría se debía a que un jinete había informado que en pueblos más cercanos a la ciudad se habían visto agentes del gobierno preguntando por instrucciones para sortear la meseta donde se asienta este maldito pueblo, y más aún poder subir la ladera que los llevaría a la mansión Almanza. Ellos creían que el fin estaba cerca, que por fin la pestilente leyenda del brujo de más doscientos años terminaría.

Los niños se sumaban al odio profiriendo los insultos que escuchaban de sus padres, e incluso el sol se había ocultado por la ignominia tras de una hermosa nube con forma de mujer. Dios sabe por qué crea estos escenarios.

Crucé la plaza sin mirar a nadie a los ojos y tratando de soportar el odio profesado, cuando recordé a mi amigo Alvin Leicester. Preguntándome dónde podría estar y teniendo un horrible destello de entereza que me hizo apresurar el paso, aun cuando tomar aire hacía que mi estómago fuera lacerado con el dolor de cien cimitarras.

Finalmente me hice hasta la carretera y subí lentamente, robando en el paso un cuenco con agua tibia puesta en una ventana para quién sabe qué, como si alguien procurara que yo no muriera, pues una voz detuvo a la turba cuando salí del pueblo, según alcancé a oír, eran noticias de la loca mujer que había asesinado a sus acompañantes después de visitar la casa de Almanza. Esmeralda había escapado.

Seguí así por veinte minutos hasta que choqué con un hombre cubierto por un largo abrigo, a quien no noté por el cansancio. Vi que este había dejado caer un almuerzo envuelto en papel antes de echar a correr, por lo que ni lo detuve, ni quería hacerlo pues aquello vino como una providencia a mi auxilio.

La casa Almanza ya despuntaba en el horizonte, pero para vadear los cercos policiales en la carretera tendría que bajar al terraplén y seguir la línea del río para poder subir por su veta hasta el erial vecino y así entrar a una casa que, sabía de antemano con horror, me pertenecía incluso antes de nacer, pero que no quería aceptar verdad aquella por el terror que me infundía la sola mención, aun mental, de ello.

Apenas entrar, el terror me invadió, pues tenía la sensación de no estar solo, y peor aún, de que en esa casa habían hollado más de dos pares de pies. Por un momento creí que los agentes del gobierno habrían hecho ya su camino hasta la mansión Almanza. Sin embargo, sentí un terrible cansancio, justo antes de que la turbina de ese maldito generador se encendiera y sintiera una mortal necesidad por ir a dormir.

No pude investigar nada dentro de la casa, antes fui hasta la habitación del viejo brujo y me recosté en la cama, durmiendo casi al instante, sintiendo que algo salía de las ventilas, aunque no estaba bien seguro.

Fue un ruido apagado el que me despertó, como un cuerpo que cae seco al piso de duela. El insomnio entonces fue más fuerte, pues la turbina trabajaba mucho más fuerte y pude escuchar con claridad pasos viniendo del ático; sabía ya entonces que mis sospechas eran correctas y que alguien estaba en casa. Acaso usarían cloroformo en las ventilas encendiendo los ventiladores para saturar la casa de los vapores y poder robar lo que sea que mi abuelo tendría allá arriba.

O sería acaso que la noticia de que los agentes del gobierno estaban en camino hizo que alguien como el abogado corriera a desaparecer evidencia del trabajo ominoso de mi abuelo. Ambos casos resultaban complicados para alguien desarmado como yo, recordé las notas en el cuaderno de apuntes de mi abuelo, aquellas donde sugería el cambio que se labraba en ciertas personas, coincidiendo todos en gustos específicos, como la carne roja o el whisky americano. ¡Oh, cómo mataría por uno ahora!

Decidí entonces tomar posesión de mis acciones y bajar al almacén de químicos de Almanza y tomar algún ácido potente que pudiera arrojar a mis intrusos. Me armé de varias sustancias etiquetadas de peligrosas y subí hasta el ático. Ya allí pude escuchar murmullos en lenguas desconocidas para mí.

Ia fai retirá Ricardo, 'dei dessar ná. —decía la una, secundada por una voz que presumiría femenina, pero que ignoraba del todo, siendo potente, pero muy grácil. ¿Por qué jamás le pedí a Esmeralda que me hablara con un tono diferente a aquel dulce tono que usaba conmigo?

Me posicioné detrás de la puerta de las escaleras, abriendo con total cautela, pues aun sabiendo que el abogado sería responsable de esto, pues era el único con otra copia de la llave, había yo acatado sus órdenes y jamás entré en el laboratorio de mi abuelo en ese ático.

Me escurrí entre las duelas que rechinaban menos para hacerme mi camino hasta la segunda puerta, donde las voces eran más claras, y a su vez, más desconocidas para mí, ambos parecían querer modificar su voz a propósito, pero ningún timbre familiar se desvelaba detrás de esas voces.

Me llevé la mano a los labios y reprimí un grito y doce lágrimas, pues ese tono me sugería que no fingían esas voces extrañas, sino que esas voces habían sido modificadas quirúrgicamente o por otro método para asemejar a voces ajenas. Como si alguien operara sus cuerdas vocales para poder hablar como alguien más. Todo eso sirvió únicamente para hacer flaquear mi cordura y fuerza, pero decidí volver a colocarme en posición de ataque y embestir la puerta.

El golpe hizo eco dentro de la sala y las voces se apagaron, creí escuchar entre ellos a una tercera voz, pero entonces solo pasos, pasos amortiguados y que desaparecían infinitamente, como si tras del altillo se escondiera un eterno corredor y esos pasos se alejaran por él.

Desesperado, hube forcejeado con la puerta al menos diez minutos antes de que un cerrojo se corriera y la puerta se abriera con presteza y ligereza. Dentro esperaba ver un monstruo ancestral, mil tentáculos que nacen de una cornisa y desaparecen en otra, atravesada por ojos y vellos de todas dimensiones. Esperé hallar una ventana a través de la cual se vislumbraran las planicies infinitas del mundo de los sueños, o a uno de esos dioses paganos en su forma humana sentado en un trono de huesos.

En su lugar encontré un laboratorio tan común como el de una universidad, pero tan parecido al del doctor Frankenstein. Había mesas de disección en el fondo, todas manchadas de sangre oxidada, un librero con varios tomos científicos; libros de química, medicina y biología en su mayoría. Así también había una copia del Grimorio Teratológico y varias tesis realizadas en diferentes años por Ricardo Almanza I, Jr, III. Todos relacionados a temas biológicos como trasplantes, regeneración celular o cáncer.

En la mesa de trabajo estaba aquel cuaderno que había estado leyendo donde documentaba a esos personajes, y tras de ella una bañera con líquidos amarillentos con un ligero olor a azufre y fósforo. La ventila estaba encendida y el interruptor roto en la parte de encendido, me pregunté cómo era posible aquello si las líneas eléctricas estaban cortadas camino a la mansión.

Algo me tranquilizó observar que nada faltaba, pero el frío me invadió al ver que no había pasillo ninguno por donde pudieron escapar las voces.

Antes de soltar el grito más horrible de mi vida me detuve en la bañera, donde juro haber visto un pedazo de hueso disolverse en el líquido, que empezó a ebullir después de eso, siendo extraído por las ventilas.

El grito fue porque aquel libro de anotaciones tenía mi nombre bordado.

Ricardo Almanza: InmortalWhere stories live. Discover now