II. La bitácora de Almanza.

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Supe de la muerte de mi abuelo al terminar mi octavo y último semestre en la sufrida carrera de la matemática. Mis padres habían huido sin destino ni premeditación hace un par de años, mis hermanos nacieron hábiles en distintos rubros; desde mi hermano mayor que murió en la guerra en el heroico acto de haber sido encontrado de maneras indecentes con otros cadetes; mi hermana subsecuente, cuyo rostro tuvo que ser reconstruido por las mejores técnicas forenses para su identificación en medio de las escatológicas sustancias con las que fue cubierta en su pútrido lecho; mis hermanos menores, gemelos, acusados y condenados a varias cadenas perpetuas, y debatiéndose la vida tras las rejas. Tíos y tías cambiaron su nombre evitando la ignominia que ese abuelo representaba; un lindo historial para un linaje.

El viejo Ricardo Almanza era respetado en el pueblo, con el respeto que puede estribarse solo en el miedo que las historias de brujería pueden construir. Nadie recuerda la fecha de nacimiento del hombre, y los registros de la familia fueron quemados en un terrible incendio del que solo Ricardo salió adelante, poseyendo conocimientos ingentes en materias económicas que lo llevaron a la prosperidad económica. Aunque de esto se especula que se trata de un Ricardo padre, o uno abuelo, siendo mi propio abuelo un Ricardo Jr., o un Ricardo III, pues las fechas del incendio y la prosperidad de las empresas montadas a nombre de nuestra familia parecen registradas hace cientos de años, generaciones imposibles de alcanzar para quien fue mi abuelo.

Un hombre al que tampoco pude conocer del todo.

Elegí la carrera de las matemáticas por lo abyecto que me habían parecido los proyectos pasados de mi familia. De cuyo único ancestro con información era el mismo Ricardo. Habiendo vivido la época de la caza de brujas, tanto su abuelo como su padre fueron perseguidos en Nueva Inglaterra por sus actos réprobos y las correspondencias sostenidas con seres innombrables en esos días, como los brujos gemelos Feynman en Transilvania o las cartas escritas a cierta estirpe en la ciudad portuaria de Innsmouth.

Siendo el único miembro vivo de mi estirpe, fui citado a una apolillada oficina en el centro para leer el testamento de Ricardo Almanza, mismo que coloco a continuación, como prueba legal de todas las palabras que plasmaré aquí, y que podrán tomarse por los puristas como desvaríos causados por el asbesto de las tejas o el polvo de terrazas, áticos y numerosos sótanos de esta maldita mansión. Cuyo sistema de ventilación he cubierto presuroso con telas, esperando que aquello que encontré en uno de esos sótanos no me alcance, pero de ello cabrá agregar palabras a la postre.

Querido hijo Ricardo.

Sé que no he sido la mejor figura paterna para ti, tampoco he sido el abuelo que esperabas; pero escribo esto en el lecho de mi muerte, y no hay nada de lo que más me arrepiento, que no haber estado el suficiente tiempo contigo.

Dejo un pingüe patrimonio a tu potestad, pero espero que lo que más heredes de mí sean las enseñanzas que he labrado a través de mis experiencias contigo. Las tardes en el lago son invaluables, y encontrarás mis palabras más ciertas cuando los años corran en ti también.

Con amor. Tu abuelo.

La letra parecía haber sido escrita muchos años atrás, y aunque jamás fui a lago alguno con mi abuelo, tomé aquello como los desvaríos que provocan las postrimerías, y que son hacinamientos quiméricos de recuerdos, de ahí que haya tantos ancianos que recuerden hechos sobresalientes, o que no puedan datar sus propias experiencias.

A pesar de ser citado, había pasado ya media hora, y fue la razón que me hizo leer el testamento, y fue justo al terminar cuando sonó el teléfono del despacho.

Temeroso, me devané en disquisiciones sobre si contestar el teléfono o no; hasta que este dejó de timbrar y una fétida ráfaga de aire se coló por entre las ventanas. ¡Oh, eran admoniciones hechas por los dioses paganos del Grimorio!

Ricardo Almanza: InmortalWhere stories live. Discover now