III. Esmeralda.

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Alvin Leicester subió presuroso las escaleras, armando la mayor batahola que sus pulmones de fumador le permitían.

—Por suerte la cena de hoy son champiñones al vapor — dije desde el rellano mientras hacía una lista de las mujeres de peor talante que podría invitar a desnudarse sobre la majestuosa mesa en el comedor principal.

—¿Y a qué viene eso, imbécil? — soltó él con sorna mientras se acercaba a mí —. Bien sabes que odio el champiñón. ¿Esperas matarme, bastardo?

—De eso nada — expliqué a Alvin — solo esperaba que te callaras y me dejaras hablarte. Quizá necesite que estés aquí conmigo un par de días, me incomoda sobremanera las felonías que podrían realizarse aquí.

—¿Hablas de nuestras orgías que se escucharán hasta el inicio del pueblo con casi doce mujeres cuya edad es imposible revelar, pero que es mejor así para no terminar en la cárcel?

—No, Alvin, hablo en serio — respondí enseriando la atmósfera —. El abogado de mi abuelo estuvo aquí antes de llegar, y aunque me ha devuelto su copia de la llave, por cómo se conocían, no dudaría que sepa cómo entrar, ¿y sabes? Los estantes del laboratorio de mi abuelo fueron vaciados de ciertas sustancias; no hace falta ser químico para saber que hay algunas que se venden de gran manera. ¿Podrías quedarte unos días hasta que esté seguro de que no seré blanco de asaltos por el trabajo de mi abuelo?

—¿Y mientras podremos montar fiestas de alcohol y mujeres? — chilló Alvin, quien supe después de realizado un análisis minucioso por parte de [...] que era homosexual, y todas esas referencias trataban de soterrar su identidad.

Comimos unos enlatados que parecían haber sido conservados de las primeras guerras del país, haciendo diferentes gestos y usando el depósito de desechos biológicos de mi abuelo para llevar todo aquello que había caducado hace más de lo que mi abuelo pudo vivir — estas palabras las escribo ahora con miedo.

—Macho, si Drácula probase esto le daría indigestión — mencionó Alvin.

—¿Y por qué a él?

—¿No te parece asqueroso beber sangre? ¡A mí sí! — saltó Leicester después de que bajásemos en auto a comer al pueblo—. Mi propia sangre me hace querer vomitar, y especialmente ese regusto a hierro es imposible de tolerar. Mierda, amigo, mejor no pedirme mi pasta con salsa roja.

Comimos en un humilde restaurante local, donde parecían reunirse varias personas de la generación de mi abuelo, todos ellos hombres y mujeres grandes. Pero quien más llamó mi atención fue una mujer que, muy a pesar de sus años conservaba unos hermosos ojos azules. Hablando con un amable hombre quien fue navegador de la marina de Larcomar me enteré de que su nombre era Elizabeth y desvariaba respecto a temas que todos preferían ignorar.

—¿Entonces está loca? — dije incrédulo.

—No la llamaría así, hijo, pero ella parece saber algo que todos, y me incluyo por mi religión, nos negamos a creer.

—¿No estará cachonda y hablará de procrear a los setenta? — terció Alvin, ignorado por ambos.

—Se trata de la reencarnación, y que mi religión me permita hablar de ello sin ser blasfemo. Ella cree y dice que hubo alguien que reencarnó, y ella vio cómo personas tuvieron que morir por saberlo.

» A ella la conocimos porque desvariaba sobre ello en las calles, alegando antaño que ella también corría riesgo de muerte por lo que también sabía al respecto, y quizás así haya sido, porque después, mi religión me permita, habló sobre estos temas con nosotros, y al parecer sí alguien la buscaba, pero les conviene que creamos que está loca, así debe ser, y que mi religión me permita. En lo que a forasteros respecta, será mejor que lo crean así.

Ricardo Almanza: InmortalWhere stories live. Discover now