·Capítulo I·

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Soñaba con un balcón de mármol totalmente pulcro y un atardecer que lo arropaba con una increíble suavidad. Los colores del balcón y los del sol danzaban en la superficie del mármol dándole ese aspecto de tranquilidad. Él se encontraba ahí, pero era como si lo estuviera pero a la vez fuera el espectador de la escena, era algo complicado de entender. Levantó su brazo para tomar con su mano una de las flores que se enredaban en el balcón. Tomarlas, sentirlas y respirar su aroma.

Al acercar su mano a una de aquellas flores sintió la suavidad de ésta, la siguió acariciando hasta que un dolor punzante recorrió la palma de su mano. Al descubrirla de los pétalos de aquella flor encontró una herida alargada en su palma, y de ésta no escurría sangre, en su lugar salía formando caminos por su mano un líquido oscuro, color negro que lo dejó estático, y de repente el líquido negro se volvió de un color metálico que estaba oscureciendo su mano, al levantar la vista las que fueron flores blancas ahora eran del color metal al igual que el líquido que salía de la herida de su mano, y este efecto en su piel se expandía.

—¡Oye, inútil! ¡Despierta ya!

Abrió los ojos en contra de su voluntad, se sentía pesado y claramente no quería levantarse de la cama a pesar de que no era una persona floja que odia despertarse por la mañana.

—¡Oye, bueno para nada! ¡¿No me haz escuchado aún!? ¡He dicho que te levantes!

Hizo un movimiento para quedar sentado en su cama, cama de mala calidad con un colchón con muchas coceduras y una manta que ya le quedaba algo corta que a penas le cubría del frío. Se restregó los ojos con el dorso de sus manos, y un día más volvió a ver la pequeña habitación que le correspondió cuando recién cumplió los ocho años.

Era iluminada por el sol de la mañana y aunque quisiera tapar aquellos iluminadores rayos no podía, la única ventana de aquel pequeño cuarto no tenía cortinas. El limitado lugar estaba constituido por su humilde cama, un viejo armario y un escritorio que ni silla tenía además de la puerta rota que tapaba un pequeño espacio que contenía un feo baño.

—¿¡Aún no te despiertas!?

Los golpes en la pared seguían y seguían, pero se había vuelto muy tolerante y paciente desde que comenzó su arduo entrenamiento, por eso no le molestaba tanto los insultos y golpes al otro lado de la puerta. Ya estaba acostumbrado.

—¡Responde!

—Ya estoy despierto, señor. —Dijo con la voz profunda y juvenil que había adoptado al entrar a la adolescencia.

—¡Pues más te vale! ¡Al campo! ¡Ahora!

—Hoy no hay entrenamiento, señor.

—¡¿Acaso tú decides cuando hay entrenamiento y cuando no?! ¡Levántate antes de que llame al general y te ponga un castigo otra vez por insolente!

E insolente era lo último que llegaría a ser alguna vez.

Dejando salir un suspiro aseguró que iba en camino al hombre que le gritaba tras la puerta, éste se fue mientras seguía diciendo los mismos insultos que siempre le dedicaba a aquel muchacho.

Sí, muchacho, desde que comenzó su entrenamiento a sus tempranos cinco años habían pasado doce años desde entonces, convirtiéndolo en el joven que ahora era. Seguía teniendo aquel cabello claro siempre desordenado con diferentes tonalidades de café, tenía una estatura promedio, sus iris de un marrón demasiado oscuro como si fuesen de color negro no cambiaron desde su niñez y era esbelto con un cuerpo marcado por todos esos años de ejercicios, cansancio y dolor que lo hacían pasar todos los días. Marcado tanto física como emocionalmente.

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