—Hola —lo saludo con una sonrisa, mientras entro en esa caja metálica acompañada de mi sexi carcelero.
—Si no podías venir conmigo, pudiste haber cancelado —esta vez no me mira, se muestra circunspecto.
Ignoro su comentario y respondo con una sonrisa sardónica—: ¡Ah! Sí y... ¿hubieras desistido?
Luego de unos minutos rompe el silencio.
—No —murmura con molestia, tan bajo que un simple ruido hubiera roto el placer que sentí al oírlo—. Tuve que subir a buscarte porque tu teléfono iba a buzón.
El ascensor se detiene en el séptimo piso y le oigo soltar un improperio.
—Me disculpo por ello. He tenido cosas que atender antes de salir de la oficina —miento. Él me mira con renuencia y sonrío cuando volteo para mirarme en el espejo trasero del ascensor.
Dos asistentes jóvenes entran y se quedan mirando con grata sorpresa a mi acompañante que solo asiente en cortesía.
—¡Buenas tardes! —dicen al unísono.
—Buenas tardes, señoritas —responde él icástico. El silencio se instaura en el lugar y me tomo el tiempo para tratar de apaciguar mis nervios y la sensación hormigueante que se pasea por mi estómago. Odio cuando no dice nada, sé que espera a que yo emita siquiera una palabra.
—Estoy muy bien, por cierto. ¡Tú! ¿Cómo has estado esta mañana? —suelto con total placer de incomodarlo, desviando la mirada de las chicas que ahora hablan en tono muy bajo. No se necesita ser demasiado inteligente como para darse cuenta de que hablan de Christopher, sus miradas desinhibidas lo repasan a través del espejo frente a nosotros.
—Lo siento —masculla y sus labios se convierten en una línea gruesa—. ¿Cómo ha estado tú mañana Annie? —dice con voz plana y sin emoción.
Annie. ¡Argh!... En verdad me hace enojar que me llame por el diminutivo, me recuerda cuando todos me llamaban así, porque era la dulce Annabelle o por flojera de decir mi nombre en pocas letras, lo que me llevaba a preguntarme si en mi adultez el «Annie» no sería muy informal y un tanto infantil. Me volteo con calma y respondo tratando de no temblar.
—Ha sido muy buena y ocupada —acoto con una sonrisa sarcástica en el rostro. Porque él siempre logra leerme la mente o las expresiones. La mañana había sido caótica, las horas fueron una lenta tortura, los nervios tensaron mi cuerpo y mi corazón en muchas ocasiones daba frenéticos latidos haciendo que doliera mi cuerpo, de repente frenaba de golpe haciéndome arder el estómago y la sangre.
—¿La tuya? —inquiero intentando parecer relajada.
Toma un par de respiraciones antes de hablar
—¡Oh! Pues hasta hace unos pocos minutos iba muy tediosa y un tanto más ocupada que la tuya. Imagino —dice lacónico.
Por supuesto, para él sus días de seguro estarán siempre más tediosos y ocupados que los míos, después de todo yo debía rendir cuentas a un jefe superior inmediato, leer casos, lidiar con parejas que jamás se imaginaron cuán incompatibles eran antes de casarse y de repente decidían que el divorcio era la solución perfecta, mientras él... cierto, solo se encarga de solicitarlos a su grupo de trabajo, con tan solo sonar los dedos los tiene a todos trabajando a paso constante y sonante. No menosprecio su trabajo, aunque ignoro en realidad que tan estricto es y cuánto abarcan sus negocios. He podido usar mis contactos para saber de su vida, desde los ceros que posee en su cuenta hasta su infancia, una investigación más allá de lo que San Google pudiera proporcionarme, no lo hice. Mi nivel de obsesión se vio opacada por mi sensatez o mi tozudez al pretender ser solo una vecina agradecida y no una posible conquista.
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Con miedo a amar
Romance¿Hay acaso una ley para el amor? ¿Se puede establecer leyes para los sentimientos? ¿Serán capaces de coartar lo que sienten? y... ¿Alguna vez dejarán ir el pasado, sin importar cuán doloroso o feliz este haya sido? Riesgos, Riesgos... la vida está...