I: donde los sueños terminan pero nunca comienzan

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Las gotas caían suavemente en la acera del único pueblo en aquella zona, abrazado por la bruma del mar y cuyos cimientos habían sido construidos entre la caótica juventud y la nostálgica vejez de la vida. Los domingos, a pesar de lo inusual de aquel lugar, habitado por unos pocos pero afables y cálidos habitantes, eran iguales a los de cualquier otro lugar: grises, solitarios, la vida parecía hundirse entre las olas chocando contra la fría arena, cada persona parecía querer ocultarse de algo que los perseguía y rondaba fuera de sus casas, sin embargo, siempre había quienes realmente ignoraban aquello, más por obligación y escepticismo que por gusto; entre ellos, se encontraba
Ivette, con su típica figura vacilante y lánguida y su distintiva bicicleta turquesa, quien había ganado el cariño de todas las familias allí ya que era la encargada de brindar los periódicos a cada hogar al terminar la semana.

Los ancianos siempre la recibían con dulzura y acostumbraban a invitarla a merendar, algunos de ellos ya la veían como un nieta que la vida les terminó brindando; los niños y padres, por su parte, le dedicaban sonrisas y charlas simpáticas. Ella respondía a todos con el mismo afecto, con su mirada reservada pero que reflejaba tal seguridad que la hacia lucir como si cada paso que diera anteriormente hubiera sido planeado. Sin embargo, había secretos, secretos que cada persona allí ocultaba —hasta ella misma—, todas las historias de tradiciones olvidadas, de jóvenes huyendo del pequeño pueblo en busca de algo mayor, imponente, en busca de una vida sin límites, historias sobre cómo muchos habían encontrado una simple felicidad entre las calles olvidadas de allí, todas esas historias estaban llenas de años de vacío que nadie nombraba, experiencias y susurros que únicamente la suave brisa conocía y había ocultado entre las olas.

Ivette salió repentinamente de sus pensamientos. Había llegado a la última casa. El frío del otoño llegando a su fin y comenzando a dar paso al invierno había logrado que su rostro se entumeciera, como si hubiesen inyectado anestesia en él. Se desmontó de su bicicleta y la dejó a un lado. La casa de la señora Jacques era la más alejada, y a la vez, la que transmitía el sentimiento más hogareño y nostálgico de todas. Tocó suavemente la puerta, y apenas lo hizo, ésta se abrió, dejando a la vista a una mujer de cabello grisáceo, con sus típicos lentes de lectura, de expresión serena; sus ojos siempre lucían algo llorosos pero la verdad era que ocultaban una inigualable energía. Ella solía esperar a Ivette rutinariamente todos los domingos, recibiéndola con el entusiasmo de siempre.

—¡Ivvy, cuánto me alegra verte de nuevo! Pasa, pasa, rápido no vayas a agarrar un resfrío por mi culpa —antes de que pudiera responder, la hizo pasar rápidamente al que era el pasillo principal de la casa. El cambio de temperatura radical se sintió desde el primer momento. De pronto su bufanda la estaba sofocando y el calor recorría su cuerpo debajo de su abrigo.

—¡Buenos días, señora Jacques! No se preocupe, realmente una vez ahí afuera, te acostumbras —respondió mientras dejaba su abrigo colgado en el respaldo de una silla.

—Ay, Ivvy, mija, ya te he repetido que dentro de mi casa no existen las formalidades, ya demasiadas hay ahí afuera en el mundo, soy Amélie para ti, y para todos —dijo risueña, la más joven le dirigió una sonrisa como respuesta.

—Pues sí, es cierto, Amélie, aunque creo que yo también a veces soy más de las formalidades, quizás se debe a que soy algo reservada o... —hablaba mientras intentaba sacar su bufanda sin tener éxito alguno, ante aquello la señora decidió ayudarla y, una vez hecho esto, dejó la prenda junto a las demás.

—Tomemos una taza de té antes de que te vayas —sugirió dirigiéndose a la cocina—, no es una pregunta, por cierto —agregó al ver que Ivette estaba por emitir una objeción—. Así que toma asiento, aunque sea por unos minutos, luego de toda una mañana trabajando y estando ahí afuera con este frío, necesitas tomar un descanso. Además, es una excusa para conversar con una de mis personas favoritas —Amélie hablaba con un tono fuerte desde la cocina mientras esperaba que el agua se calentara.

Ceux qui rêventDonde viven las historias. Descúbrelo ahora