II: de amistades y sorpresas

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Al día siguiente, las nubes eran oscuras, pero no había brisa alguna que acariciara la blanca arena de las costas. Todo se encontraba en una reposada calma que parecía a punto de estallar en cualquier momento. A diferencia de los domingos, los lunes eran días activos, la gente salía a las calles y realizaba todo aquello que fuera necesario. Ese día todos parecían más apurados por lo normal y hablaban de una inesperada tormenta acercándose. Ivette observaba los rostros, enajenada en sí misma mientras tomaba su caminata matutina —la cual, no realizaba principalmente porque ella lo deseara, sino porque le habían sido recomendado tomar aire lo más temprano que pudiese para «destensionar la mente»—; tanta gente perdida en las vidas que habían creado, tanto de la buena como de la mala forma. Todo parecía una lotería. ¿Qué sería de la vida de los niños que corrían alegremente en un futuro? Ella podría haber sido alguno de ellos, podría haber nacido en un diferente país, podría haber tenido una diferente vida. Los pasos incesantes y las voces impacientes sonaban en sus oídos; todos parecían haber salido de una enorme capital con todo su estrés y supuesta eficiencia que no era más que una máscara para disfrazar lo gris de lo cotidiano, de lo cotidiano incoloro, insalubre, insípido. ¿Quién diría que en un pequeño lugar esas costumbres de no tener tiempo de ser llegarían? Había tanto que cuestionarse, tanto que explorar, las posibilidades eran inmensas y a pesar de ello todos parecían estar perdiéndolas. Ella no quería llegar a aquello. Ya era suficiente con su crisis de casi-post-adolescencia que mantenía a su cabeza dando vueltas una, otra, y otra vez. Miró al cielo y se preguntó si verdaderamente llegaría a ser alguien a los ojos de los otros. Y a los ojos de sí misma. Imaginó que el cielo tormentoso estaba lleno de estrellas, es que, ciertamente, seguían ahí, pero pensarlo era extraño. Odiaba darse cuenta que como seres humanos, únicamente creemos lo que vemos.

Una melodía extraviada atravesó sus pensamientos. Sonaba como un saxofón. Volátil, pero intensa, parecía tocarle al cielo en guerra.
Decidió ser guiada por el sonido, y él la llevó hasta su creador: un joven músico de ojos caídos y mirada desesperanzada tocaba el instrumento con la gracia de un cincel frente a una escultura. Lo contempló unos minutos junto a demás personas que escuchaban, sumidos en la música. Una vez que terminó la pieza, se oyeron aplausos y depositaron billetes y monedas en un sombrero que se encontraba en el suelo. Ivette siguió su camino. A veces tenía la sensación de que estaba dentro de una historia ya escrita, en un teatro lleno donde no era más que la espectadora del fondo. Había noches en las que colocaba sus manos frente a su rostro y se preguntaba qué tal real era todo, y a la vez, todas las explicaciones que la llevaban a razonar en esos momentos inundaban su mente.

Anduvo poco más hasta llegar a la costa; tenía la suerte de vivir relativamente cerca de allí (más allá del hecho de que todo el pueblo estaba construido en las cercanías de la playa). Una leve y típica brisa fresca del mar la llevó a cerrar los ojos y respirar pausadamente. Por alguna razón quería llorar. Odiaba hacerlo. Porque sabía que su angustia era pasajera, pero a la vez estaba consciente que sentir dolor no era nada insano, sino, más bien, necesario.

Continuó su paso, el mar se encontraba más calmo que el día anterior y aún así el sonido de las olas generaba un deseo de simplemente apagar su cuerpo y sentir todo aquello que las leyes físicas y biológicas no le permitían. Claro, si es que había realmente algo más allá de su cuerpo. Hubiera querido sentarse en la arena, pero lamentablemente el frío no le permitía reposar.

Miró a las aguas, hubo un destello extraño en ellas. Algo, misteriosamente, la llamó a acercarse, por lo que continuó, esperando a descubrir un atisbo de lo que había captado su atención, pero antes de que pudiera ser tocada por las olas, cada vez más cercanas, alguien por detrás le tocó un hombro acompañado de un "¡hey!". Ante el susto e inesperada sorpresa, Ivette se enredó con sus propios pies pero antes de que pudiera caer, retomó el equilibrio y se mantuvo sin realizar movimiento alguno durante unos segundos.

Ceux qui rêventDonde viven las historias. Descúbrelo ahora