IV: extrañezas de madrugadas tormentosas

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En esa noche, el invierno había golpeado con sus mayores fuerzas la pálida y melancólica costa. El caótico sonido de las olas generaba un constante vaivén de pensamientos en la mente de Ivette. La lluvia que pocas horas atrás había atravesado el cielo tormentoso se había esfumado, dejando únicamente el petricor y la soledad en las vastas arenas. El olor al mar junto al de la lluvia era una de las cosas más extrañas y sensorialmente puras existentes. La rudeza del viento golpeaba las ventanas y su sonido daba la idea de un violín desafinado en una sinfonía del caos. Ivette se encontraba mirando el blanco techo de la habitación que solía compartir Desirée con Olive; las últimas noches se había vuelto sumamente complejo para ella reconciliar el sueño, cualquier mínimo sonido o movimiento podía distraerla, y a la vez, el mayor silencio también lo hacía. Y las veces en las que lograba dormitar, el mismo extraño sueño en el cual se encontraba nadando en un mar que parecía estar lleno de estrellas invadía su cabeza, soliendo lograr que despertara en medio de la madrugada ante lo inaudito de aquello. Más allá de aquello, también debía decir que los momentos en los que olvidaba el inevitable sentimiento de tener que tomar una decisión, eran gratos y su felicidad se hallaba cada vez más en la notoriedad del hecho de que amaba las simpleza de lo que la rodeaba: amaba observar el fuego que mantenía cálida la sala en casa de sus padres, amaba visitar a la señora Jacques, amaba la tranquilidad de caminar en silencio por el pequeño pueblo, amaba poder hablar de las cosas más frívolas como de las más complejas junto a Desirée y reírse de lo absurdo que muchas veces todo eso era. ¿Por qué, entonces, el vacío la inundaba cuando pensaba en lo que la hacía feliz? Temía perderlo todo, como de igual manera temía quedarse así por siempre, mientras lo que la rodeaba cambiaría y desaparecería, ella odiaba la idea de quedarse congelada en el tiempo.

Un murmullo causó que su piel se erizara. Miró a Desirée, que dormía tranquilamente en la cama junto a la suya, separada por una pequeña mesa de luz. Encendió la pequeña lámpara sobre ella y observó todo cautelosamente. Un frío recorrió su espina dorsal y pareció adormecer sus sentidos. De repente, se puso de pie y caminó hasta la ventana, todo se mantenía tan espeluznantemente en silencio que por momentos dudaba que no estuviese soñando y que no fuera a ser despertada en cualquier momento por Desirée o por el sol de la mañana. Pero, por más de que deseara estar en una fantasía, algo le decía que no era así. Todo se sentía tan real, su cuerpo, el aire, sus pensamientos... Observó hacia el exterior, incluso el mar lucía adormecido, cual espejo de infinita extensión que no hace más que mostrarle a los astros muertos en el cielo lo que solían ser.

La puerta se abrió lentamente, Ivette se sobresaltó y en una décima de segundo, su corazón latía tan fuertemente que tenía la sensación de que saldría de su pecho antes de que lo notara. Escucho el sonido del agua, como si alguien estuviera nadando en ella, pero no quería voltear, no quería dejar de mirar a la puerta que ahora se mantenía tiesa, sin movimiento alguno, presentía que si sacaba la vista de ella, algo o alguien la atacaría por detrás. El ruido en el mar se hacía más y más fuerte, captando su atención, se oía como si muchas personas estuvieran nadando, y a la vez, como si muchas otras estuvieran acercándose a la orilla. Se congeló al oír un murmullo nuevamente y, seguido de ello, fue como si muchas luces comenzaran a encenderse detrás de ella. Poco a poco, se fue volteando, y estando nuevamente mirando hacia fuera, tomó una bocanada de aire y sin notarlo, las lágrimas caían por sus mejillas.

El cielo se encontraba más oscuro que nunca, como un abismo sin final, y tantas estrellas brillaban en el que podrían haber opacado a cualquier ciudad con sus rascacielos infinitos y luces que nunca parecían apagarse. De la misma forma que sucedía con las mareas del océano, una ola de un azul más brillante resaltaba de entre la oscuridad, como un camino que cualquiera querría seguir pero no todos se atreverían a hacerlo. Pero lo más extraño y maravilloso con lo que aquello contaba, eran las decenas, e incluso cientos, de medusas ascendiendo suave y pacíficamente hacia lo que parecía una cúpula pintada por la vida en sí misma. Sus colores brillantes y transparencias eran el centro del espectáculo. Se movían de tal forma que no parecía haber diferencia entre el aire y el agua, tampoco era como si alcanzaran un punto final, sino que se mantenían nadando (¿o flotando?) hasta quién supiera dónde.

Ceux qui rêventDonde viven las historias. Descúbrelo ahora