III: historias no contadas

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Los meses pasaron, y cada día, ambas chicas se volvían más cercanas una a la otra. Ivette había aprendido que Desirée era, en realidad, algo así como las dos caras del verano; por fuera se veía segura y cálida, su personalidad irradiaba energía y a veces, eso intimidaba a los demás. Pero solían olvidar que los largos días y las noches que terminaban más rápido de lo que uno podría imaginar, también traían sus tormentas, esas de vientos tan fuertes que te hacen preguntarte cuán radicalmente las cosas pueden cambiar ante un día soleado y que son capaces de causar desastres. Pero que también son necesarias para apreciar cómo las cosas reviven cuando parecían estar muriendo por ese mismo sol que tanto venera la juventud perdida en sus fantasías veraniegas. Había notado que aunque parecía de una naturaleza caótica e imposible de controlar, le solía recordar que había que mantener cada cosa —y a cada persona— en su lugar cada vez que fuera necesario, en todo sentido. Todo en su cabeza parecía estar organizado en esquemas y planes que debían ser ejecutados en tiempo y forma, sin importar cómo, había que llegar al objetivo. En esos momentos en los que estaba por completo sumergida en algo que debía ser logrado, su mente se volvía una roca... Una roca de hielo. No había alguna otra descripción para aquello.
Todo sobre ella era lo más humano que alguien podría imaginar, con su fría racionalidad y a la vez su fuerte moral, cálidos y espontáneos sentimientos que causaban que le fuera imposible tratar a alguien con la más mínima mala intención.
También logró comprender que, mientras Desirée era el verano, ella misma era otoño. La nostalgia teñía de rojos, amarillos y naranjas su alma. Su carácter observador y silencioso, parecía distante en un principio pero en realidad no era más que una máscara para ocultar que amaba sentirse parte de la vida en los demás y que el equilibrio entre lo frío del invierno y los recuerdos del verano eran lo que la mantenían con vida. Aunque había momentos en los que ese equilibrio desaparecía por completo.

Recordó el primer día en el que Desirée la halló (supuestamente, por casualidad, pero Ivette sabía que no había sido así) sentada en el muelle, con sus ojos apagados y rojos: había estado llorando. Le había preguntado la causa. Una vez que nombró lo comunes que eran las crisis que parecían provenir de la nada, estuvieron toda la noche hablando de los conflictos internos de Ivette. De toda la presión que suponía elegir qué era lo que deseaba hacer con su vida a una tan temprana edad, de su gran amor por su pequeño pueblo natal y a la vez, de tener la necesidad de salir de él y vivir en nuevos lugares, de su pasión secreta por tocar al piano (cosa que hacía únicamente para su familia y que no le había nombrado hasta ese entonces) desde que tenía 12 años, y también de sentir que estaba excavando un hoyo donde creía que estaba cayendo más y más profundo y temía no poder salir. Su amiga no era de las personas que más expresaba su afecto mediante el contacto físico, pero en ese entonces, le había dado los abrazos más sinceros que había recibido en su vida. Y una vez que Ivette se sentía más tranquila, charlaron sobre cómo se había convertido en una de las personas más queridas en el pequeño recinto y de la facilidad que tenía para entrar en la vida de la gente y ganarse un lugar en sus corazones.

—Mira, ni siquiera yo, como la bola de carisma y seguridad que parezco ser logro darles la comodidad y tranquilidad a los demás que tú transmites. De verdad no sé cómo lo haces —le había dicho.

—Yo tampoco —respondió con sinceridad. Entonces, mientras caminaban de vuelta a la casa de Desirée (que en realidad, era de su abuelo, ella solamente estaba allí momentáneamente, pero de todas formas, no importaba), Ivette vio aquello moverse por las calmas aguas nocturnas de esa noche una vez más: parecía una enorme medusa tratando de emerger, ¿cómo era eso posible? Parpadeó unas cuantas veces y pareció salir de un trance, ya que vio unas manos agitarse frente a su rostro.

—¿Estás bien? —preguntó algo desconcertada su amiga— Me asustaste, dios, parecías... Dormida. No lo sé, simplemente te tildaste. ¿Te sientes mal?

—No, no, todo está bien —suspiró profundamente mientras observaba el lugar donde el extraño fenómeno parecía haber ocurrido—. Nada más fue uno de esos momentos en los que piensas tanto que acabas disociando todo lo que te rodea —la respuesta sonaba extraña, sin embargo, sabía que era por completo entendible. Si alguien le decía que no había pasado por aquello en su vida, probablemente no le creería.

—Está bien, pero, fue una larga noche, así que será mejor que no bien lleguemos, tomes un descanso o directamente vayas a dormir. No quiero terminar con un cadáver en mi casa —comentó con gracia. Tenía la mala costumbre de hacer comentarios que quizás no serían fácil de digerir para otras personas, mas a Ivette la hacían reír a carcajadas.

Lo que ninguna de las dos sabía, era que ese sería el inicio de algo que llegaría igual que un huracán. Los días continuaban pasando y el fin de las vacaciones se encontraba cada vez más cerca. Eso —el hecho de que el tiempo se acababa e Ivette temía cada vez más a la decisión que pudiera tomar— que en los mejores días había sido nada más que un pensamiento entre tantos, se volvía un muro cada vez más y más alto por el cual era imposible trepar, y la única forma de atravesarlo, era derrumbándolo.

Ceux qui rêventDonde viven las historias. Descúbrelo ahora