4. El suplicio de Alan

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Alan era un niño como cualquier otro: le gustaba salir a jugar con sus amigos del barrio, montar bicicleta con sus primos, y también salir con su hermano mayor y su prima hacia la manga, el famoso terreno baldío

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Alan era un niño como cualquier otro: le gustaba salir a jugar con sus amigos del barrio, montar bicicleta con sus primos, y también salir con su hermano mayor y su prima hacia la manga, el famoso terreno baldío. Lo difícil en la vida de Alan era que siempre tuvo algo que lo hacía diferente a los demás, aunque no lo sabía cuándo era un niño. Él transpiraba excesivamente las manos, el sudor que emanaba de su cuerpo era frío e incontrolable: nació con hiperhidrosis palmar.

Al tener esta afección involuntaria, él humedecía todo el tiempo los cuadernos de la escuela; las hojas de los libros las destrozaba con solo tocarlas y se le deslizaban las cosas de las manos. Mucha gente no quería tocar sus manos al saber o ver esto, y él comenzó a volverse apático a la hora de saludar de mano a las personas. Como sus manos eran heladas al tacto, el rechazo y el bullying ya era cotidiano: le decían que parecía un muerto en vida.

Los factores que provocaban el abundante sudor de Alan eran el miedo, los nervios, la ira, la tristeza, la ansiedad y el peor de todos: la temperatura alta del sofocante sol. Alan había nacido en una ciudad muy bella, llena de palmeras y montañas. Sin embargo, parecía que el sol lo detestaba: adonde sea que caminara Alan, era perseguido por los rayos del sol y su incesante calor, que le provocaban sudar su manos, pecho, espalda y piernas, incluso estando bajo techo. Esto lo convenció lentamente de querer abandonar un día su ciudad y vivir en cualquiera que tuviera temperaturas más bajas.

A medida que Alan crecía su problema persistía. Familiares y conocidos lo rechazaban, le hacían creer que estaba enfermo, hasta su propio hermano lo discriminaba, pues no lo dejaba tocar algunas cosas como su consola de juego o sus juguetes, tampoco lo dejaba sentarse en el sofá o cerca de él. En otra ocasión debía bailar una canción con Reichel, su compañera en la clase de danza. Sin embargo, al sentir ella la humedad y el frío de sus palmas, obligó a Alan a lavar sus manos, tal como si él tuviera veneno o algún tipo de ácido corrosivo saliendo de sus poros.

—La próxima vez ponte unos guantes, Alan —dijo Reichel, con tono de disgusto—. Y lávate bien con agua esas manos.

La única compañera de escuela que comprendió a Alan fue Elisa. Ella era, en comparación con Reichel, muy hermosa. Era una muchacha alta, tez blanca, delgada, con cabello largo, liso y castaño.

—¿No te da asco tocarme? —preguntó Alan, ruborizado de los nervios y la sorpresa—.

—No me importa que sudes tanto —Dijo Elisa, mientras tocaba con sus manos las manos de Alan—. Para mí es normal, eres como agua con un poquito de sal.

En ese momento a Alan le volvió la esperanza al cuerpo, pues comprendió que aún quedaban buenas personas en el mundo, a quienes no les importaría su particular característica.

El tiempo pasó, y el muchacho a los trece años se enteró que su condición podía ser solucionada. Alan aprendió que no debía alejarse de su ciudad natal por culpa del calor porque existía una cirugía especial que podría volverlo tan seco como un desierto: la simpatectomía torácica. No obstante, los efectos secundarios como el fracaso de la cirugía, el dolor permanente, el sudor compensatorio y la misma muerte eran muy probables. Por otro lado, los testimonios negativos que leyó de pacientes sometidos a esa cirugía hicieron que Alan no tomara el riesgo. Asumió por fin y con una sensatez que había estado latente, que su sudor palmar lo acompañaría hasta el fin de sus días, y que no era tan malo vivir así después de todo. Comprendió que quienes lo aprecien de verdad, lo querrían tal como es.

La ruta de los búhosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora