Te acuerdas de mi?

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La más horrible de todas las noches horribles de este asco de vida que ha sidosiempre mi vida.

En una escala del uno al diez estaríamos hablando de menos seis. Y no es quesuela moverme en cifras muy altas.

La lluvia me salpica el cuello mientras desplazo mi peso de un pie (lleno deampollas) al otro (ídem). Me cubro la cabeza con la chaqueta tejana, en plan paraguasimprovisado, pero resulta que no es impermeable precisamente. Lo único que quieroes encontrar un taxi, llegar a casa, quitarme de una vez estas malditas botas y darmeun buen baño caliente. Pero llevamos esperando aquí diez minutos y ni rastro de un taxi.

Mis pies son una verdadera tortura. No volveré a comprarme zapatos deFashion Ocasiones en mi vida. Estas botas las compré la semana pasada rebajadas(charol negro sin tacón, yo nunca llevo tacones). Eran medio número más pequeñas,pero la chica me dijo que cederían y que, con ellas puestas, se me veían las piernas muy largas. Yo le creí. La verdad es que a boba no me gana nadie.

Estamos todas en la esquina de una calle del sudoeste de Londres que no había pisado en mi vida, con la música de la disco retumbando sordamente bajo nuestros pies. La hermana de Carolyn es promotora y nos consiguió entradas con descuento; por eso nos hemos arrastrado hasta aquí. Sólo que ahora tenemos que volver a casa y parece que soy la única que se molesta en buscar un taxi.

Fi se ha apoderado del único portal que hay cerca y está metiéndole la lengua hasta la garganta al tipo con el que se enrolló en el bar. Es mono, a pesar del extraño bigotito que lleva. Y más bajo que Fi, aunque muchos chicos lo son: no en balde mide uno ochenta. Fi tiene el pelo largo y oscuro, una boca enorme y una risa descomunal.

Cuando le da por reírse, consigue paralizar a la oficina entera.

A un metro, Carolyn y Debs se guarecen bajo un periódico y aúllan It's Raining

Men como si aún estuvieran en el karaoke.

—¡Lexi! —me grita Debs, alargando el brazo para que me una a ellas—.

¡Llueven hombres!

Su largo pelo rubio tiene un aire medio andrajoso con la lluvia, pero aún se le ve una expresión animada. Sus dos aficiones favoritas son el karaoke y el diseño de joyas; de hecho, llevo puestos unos pendientes que me hizo para mi cumpleaños:

unas L diminutas de plata con aljófares colgando.

—¡Y un cuerno llueven hombres! —replico de mal humor—. ¡Aquí sólo cae

agua!

Normalmente también me gusta el karaoke. Pero esta noche no tengo ganas decantar. Me siento dolida y me gustaría acurrucarme y aislarme de todo el mundo. Si al menos Chungo Dave se hubiese presentado como prometió… Después de todos esos mensajitos de «T kiero Lexi», después de jurar que estaría aquí a las diez… Me he pasado todo el rato sentada, mirando la puerta, incluso cuando las demás chicas me decían que me olvidase de él. Ahora me siento como una gilipollas redomada.

Chungo Dave trabaja en televentas de coches y ha sido mi novio desde que nos conocimos el verano pasado, en la barbacoa de unos amigos de Carolyn. No lo llamo Chungo Dave para insultarle: es un apodo, nada más. Nadie recuerda cómo se lo pusieron y él se niega a contarlo. Es más: se esfuerza en que lo llamen de otra manera. Hace un tiempo empezó a llamarse «Butch» a sí mismo, porque él cree que se parece a Bruce Willis en Pulp Fiction. Está pelado al cero, es verdad, pero el parecido termina ahí.

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