Sarada resopló bajo el peso de la enorme caja que cargaba. La dejó sobre el mostrador de madera, al lado de la caja registradora, que tembló cuando la pesada carga chocó contra la recia madera. Sarada se apoyó en la estantería que tenía detrás, intentando recuperar la respiración. Su abuelo le había advertido que no cogiese ella sola las más grandes, porque también eran las más pesadas, pero ella hizo oídos sordos, segura de que una caja de cartón, por muy llena que estuviera, no podía pesar mucho. Ahora se arrepintió de su arrogancia juvenil, porque apenas había cargado con un par de cajas y ya le dolía la espalda como si llevara toda la mañana trabajando de sol a sol.
Después de terminarse el desayuno, de ayudar a su abuela a recoger y a fregar los cacharros y de lavarse los dientes, Sarada había acompañado a su abuelo hasta la tienda que este y su esposa regentaban, en el centro del pueblo. El aire frío de aquella mañana de primavera le había enrojecido las mejillas nada más salir de la casa, pero también le había insuflado una especie de energía positiva que hacía tiempo no sentía.
Por primera vez en días, se sintió... bien, feliz. En casa. Entusiasmada, había seguido a su abuelo a través de las calles llenas de nieve. Se fijó en que los negocios locales ya estaban abriendo y, algunos, como la cafetería restaurante de los Akimichi, ya estaba a pleno rendimiento, así como el hotel del pueblo, a cargo de los Nara.
Se alegró al ver grupos pequeños de turistas, desayunando y paseando por el pueblo, disfrutando del sol y del cielo despejado. Apenas parejas o visitantes solitarios, excursionistas y amantes de la naturaleza, en busca de parajes únicos o de un poco de relajación. Sin duda, la falta de gente la noche anterior se debía a las últimas nevadas. Se reprochó por haber sido una tonta, creando teorías conspirativas en su cabeza que, claramente, no eran más que tonterías.
Ahora se arrepentía de haber dicho que sí a la sugerencia de su abuelo de ayudarlo en la tienda. Kizashi y Mebuki poseían un pequeño comercio en el pueblo, una especie de mercería que tenía un poco de todo. Vendían ropa hecha, aunque muy sencilla, sí, en su mayoría pantalones tipo mallas, pijamas, ropa interior... pero también útiles para costura, ropa para bebé hecha a mano, botones, cinturones, gomas, calcetines, mandilones y uniformes de trabajo... Un cartel en el escaparate anunciaba también que se hacían arreglos de todo tipo: desde soltar costuras a subir los bajos de los pantalones.
―Sarada, ¿estás bien ahí abajo, cariño?―La voz de su abuelo la asustó.
Respiró hondo y se apartó de la estantería, abriendo la caja que había dejado minutos antes sobre el mostrador y comenzando a sacar las cosas de su interior para colocarlas en su sitio.
―Sí, abuelo, todo genial. Estoy colocando los ovillos de lana...
―Bien, asegúrate de colocar los de colores más opacos delante, son más difíciles de vender que los de colores más vivos. ―Sarada asintió aun sabiendo que Kizashi no la veía.
Cogió varios ovillos a la vez y se encaminó hacia la cesta que había en un rincón. Apartó el cartel que marcaba el precio por ovillo para colocar cuidadosamente los nuevos, haciendo caso del consejo de su abuelo. Puso los amarillos, rojos, verdes, naranjas en la parte de abajo, y luego por encima los de tono púrpura, blanco, negro, marrón... en la parte de arriba. Volvió a poner el cartel en su sitio, prendido entre los ovillos. Regresó tras el mostrador, sacando ahora varias cajitas de tamaño mediano con carretes de hilo. Se acercó al pilar donde estos estaban con una en la mano. La abrió, comenzando a poner cada carrete en el hueco correspondiente de su color.
Repitió la operación dos veces más, sorprendiéndose de que en un pueblo tan pequeño se vendiera tanto y tan bien. Aunque no era de extrañar. La gente de Konoha solía desconfiar de lo moderno y seguían un poco anclados en el pasado. Sí, tenían teléfonos móviles y ordenadores, pero hasta ahí llegaban. Todos cosían y reparaban sus propias ropas e incluso, en el caso de algunos―como Ino Yamanaka, la tía Ino, la dueña de la floristería―se la hacían ellos mismos.
ESTÁS LEYENDO
Rayo de Luna
FanfictionNo entendía por qué estaba allí. ¡Había desobedecido! Pero cuando los ojos negros se cruzaban con los azules, todo perdía sentido para él. El cuerpo se le tensaba, empezaba a sudar, las manos le temblaban y su corazón latía tan rápido que parecía qu...