Prólogo

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―¿Ya has pensado en qué facultad de medicina te vas a matricular?―Sarada detuvo la cuchara llena de cereales con leche y levantó la mirada por encima de sus gafas para mirar a su madre, quién revisaba el correo despreocupadamente delante de ella, ya perfectamente vestida para ir a trabajar.

Sarada se obligó a respirar hondo y a dejar la cuchara con cuidado de vuelta en el cuenco que contenía su desayuno, con tranquilidad.

―Aún acabamos de terminar la segunda evaluación―dijo, en un tono carente de toda emoción―. Tengo tiempo de pensarlo. ―La hermosa mujer de cabello rosa y ojos verdes alzó las cejas y la miró.

Exhaló un sonoro suspiro mientras dejaba el montoncito de cartas sobre la isla de la cocina, clavando su mirada en la desgarbada adolescente que era sangre de su sangre.

―Sarada, no todas ofrecen lo mismo y depende de la especialidad que escojas... ―Sarada resopló y su progenitora frunció el ceño―. Estamos hablando de tu futuro, jovencita―adoptó un tono grave―. No puedes ser irresponsable con algo así. ―Sarada se mordió la lengua, conteniendo así la réplica que quiso soltarle a su madre.

Si le decía lo que quería, que ella no quería estudiar medicina, solo daría pie a una discusión que ya habían tenido cientos de veces antes, donde ninguna había logrado que la otra diera su brazo a torcer. Desde que hacía dos años en el test de aptitud le había salido que ella sería una perfecta médico en el futuro, su madre se había entusiasmado y había dado por hecho que eso era lo que quería.

―Lo miraré―masculló, sin prometerle realmente que lo haría.

―Sarada...

―¡Ya he dicho que lo miraré, maldita sea!―estalló; vio que su madre se había quedado ligeramente aturdida ante su grito inesperado.

No había podido evitarlo, a pesar de que lo había intentado con todas sus fuerzas.

Vio como su madre se enderezaba en toda su altura y le lanzaba una de sus miradas de reproche. Abrió la boca, seguramente dispuesta a sermonearla, pero entonces su teléfono móvil y, tras dudar unos segundos, Sarada vio con alivio como se daba la vuelta y agarraba el bendito aparato para contestar la llamada.

Sarada rezó para que fuera alguien del hospital solicitando la presencia de su progenitora para alguna emergencia. Pidió perdón en su mente por desear el mal de alguien más solo para poder librarse ella de la asfixiante y controladora presencia de su madre.

―Me tengo que ir―la oyó decir. Sarada evitó suspirar de alivio, sabiendo que aquello molestaría a su madre―. Al parecer ha habido un accidente en la autopista, muchos heridos... ―Sarada asintió, volviendo la atención a la masa de leche y trigo en que se había convertido su desayuno―. Sarada―levantó la vista lo suficiente para prestarle atención a sus siguientes palabras―seguiremos con esta conversación cuando regrese. ¿De acuerdo? Sabes que solo me preocupo por ti... ―El móvil volvió a sonar y Sarada vio a su madre contestar por segunda vez mientras trataba de ponerse el abrigo, los guantes, el gorro y la bufanda.

Se estremeció cuando la puerta principal de la casa se abrió dejando pasar el gélido aire primaveral del exterior. Estuvo atenta a las pisadas de su madre en el exterior y, cuando dejó de oír el crujido de sus botas sobre la nieve fue que se relajó sobre el taburete en el que estaba sentada.

Miró para el techo, con el ceño fruncido, repasando en su mente las palabras de su madre. Sí, Sarada sabía que ella solo se preocupaba por ella. Podía entender eso, era su madre, al fin y al cabo, y eso hacían las madres.

Pero en su caso... Sakura Haruno lo llevaba al extremo. Era controladora, dominante, con un genio de los mil demonios y que no admitía que le llevase la contraria. Apenas tenía amigos por el constante escrutinio de su madre hacia cualquiera que se le acercara demasiado y, los pocos que tenía, no vivían en la ciudad, sino en Konoha, un pueblo a varios kilómetros de allí, donde también residía... su padre.

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