Parte 5

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Me desperté con Adonis al otro lado de la cama. El sol se filtraba por la ventana y dibujaba formas de luz por toda la habitación. Tenía que ir al Olimpo a hablar con mi padre sobre lo ocurrido e intentar librarme de esa horrible maldición que me obligaba a permanecer durante cierto tiempo en el Inframundo.

Cuando Adonis se despertó, desayunamos entre besos y bromas antes de prepararnos para ir al monte Olimpo. Como estaba demasiado lejos, llamé a Cerbero para que nos llevara.

Cuando mi querido "perrito" me vio, empezó a ladrar y a lamerme la cara.

―Ya vasta, chico ―dije entre risas―, me vas a ahogar.

―¿Estas segura de que podemos ir en... eso? ―Adonis miraba a Cerbero con miedo.

―No te preocupes, aunque parezca un perro asesino es muy manso.

Nos subimos a Cerbero y en dos segundos estuvimos en lo alto de la montaña más alta de Grecia.

―¿Qué tal el viaje? ―dije al llegar.

―Recuérdame que no vuelva a subirme en un perro infernal nunca más.

―Bueno, voy a entrar, tú espérame aquí.

―¿Está aquí? Yo no veo nada.

Solté una carcajada.

―Por supuesto que no puedes verlo, solo los dioses pueden.

―Vale, sabelotodo ―dijo, haciendo ver que estaba enfadado.

Nos despedimos con un beso y entré al gran palacio que había en frente de mí.

Columnas y más columnas sostenían el techo de la gran sala. Todo estaba decorado con pinturas y esculturas de diferentes materiales. Una gran puerta hecha de oro puro ocupaba la pared del fondo, y delante, el trono de mi padre y el de Hera lucían imponentes. Esa era la sala principal, donde mi padre y su mujer solían estar, solo que Hera no estaba en ese momento. Detrás de la gran puerta, estaba el Olimpo en toda su grandeza. Mi padre se sorprendió al verme.

―¿Qué te trae por aquí, hija?

―Padre, tengo un problema y espero que me puedas ayudar.

Sus imponentes diez metros se cernían sobre mí. Los dioses podíamos cambiar de tamaño, y cuando estábamos en el Olimpo, solíamos crecer hasta más o menos esa medida. Cada vez estaba más asustada, porque aunque fuera mi padre, no sabía cómo podía tomarse la noticia.

―Me he enamorado de un humano ―sus ojos se abrieron a causa de la noticia―. Sé que no es muy correcto, pero le quiero de verdad. El problema es que, como bien sabes, tengo una maldición que me obliga a volver al Inframundo, por no hablar de cómo se lo voy a decir a Hades.

Zeus se tocó la barba de manera pensativa.

―Hija, no me importa que sea un humano, si de verdad te hace feliz. La pregunta es: ¿estás segura de lo que estás a punto de hacer?

Me relajé ante la respuesta. Me alegraba que no se hubiera vuelto loco y hubiera empezado a lanzar rayos a diestro y siniestro.

―Sí, estoy segura, padre. ¿Hay alguna manera de poder impedir que vuelva al Inframundo?

―Sí, la hay.

―¿En serio? ―dije contenta.

Noté como un peso invisible en mi pecho desaparecía.

―Sí, pero tendrás que renunciar a una cosa muy importante. ¿Estas segura de que quieres hacerlo?

―Padre, le quiero. ¿A qué debo renunciar?

―A tu divinidad, dejarás de ser una diosa para volverte humana.

Me quedé en blanco durante unos segundos. ¿Mi divinidad? Estaba preparada para hacer lo que fuera, pero en absoluto me esperaba eso. Por un segundo dudé, ¿valía la pena?, pero entonces me vinieron los momentos con Adonis y lo tuve claro. La eternidad no servía de nada si no era con él a mi lado.

―Está bien, lo haré.

―Vaya, Perséfone, debes de querer mucho a ese muchacho.

Zeus encogió hasta volverse del tamaño de un humano normal. En su mano, apareció un cetro, y cuando me iba a tocar con él la cabeza me acordé de algo.

―¡Espera!

―¿Pasa algo? ―preguntó extrañado.

―¿Qué va a pasar con Hades?

―No te preocupes, yo me ocupo. Haré algo para que no os encuentre y así seguro que no os molestará.

―Gracias, papá.

―Estoy orgulloso de ti, Perséfone. Has sido muy valiente al haber elegido este camino.

Por fin, su cetro tocó mi cabeza. Cerré los ojos, y al abrirlos, me encontraba en medio de la montaña. El palacio había desaparecido. Me giré y detrás estaba Adonis, esperándome.

Fui corriendo hacia él y le abracé.

―¿Qué ha pasado?

―Me he librado de la maldición a cambio de mi divinidad.

―¿Ya no eres una diosa?

Negué con la cabeza. Adonis bajo la cabeza con tristeza.

―Eh ―dije, subiéndole la barbilla con los dedos―, estamos juntos, ¿no? No necesito una vida eterna cuando tengo una mortal contigo.

―Te quiero, pequeña, nunca lo olvides.

Cuando sus labios tocaron los míos supe que había tomado la decisión correcta.

Nos subimos al lomo de Cerbero y llegamos a Atenas en un abrir y cerrar de ojos. Me despedí de mi perro a sabiendas de que no lo volvería a ver. Aunque eso me entristeció, la imagen de una vida con Adonis me subió los ánimos.

―Bienvenida a tu nueva vida, princesa.

Memorias de una diosa enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora