🞛 Prólogo 🞛

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Anthony J. Crowley se maldecía a él y a la vida misma.

Maldecía a la vida, al destino, a su apartamento, al clima, a sus plantas que solo parecían marchitarse cada día más, pero principalmente, maldecía a viva voz a esa maldita cuarentena de la que solo habían pasado unas cuantas horas y ya lo había vuelto loco.

Al parecer, su buena suerte se había ido de vacaciones y lo había dejado desamparado ante las vicisitudes de la vida y las extrañas maneras que esta tenía de funcionar.

Veía como su maravillosa oportunidad de unas vacaciones extendidas se convertían en motivo de reclusión, lo cual, para él, era sinónimo de aburrimiento y antónimo de todo su esencia y personalidad.

Aunque con ese carácter que se cargaba y esa rebeldía inherente en él desde temprana edad, podría hacer caso omiso a cualquier orden dada, prefería ser prudente como pocas veces lo había sido en su vida y quedarse en su para nada paupérrimo apartamento bebiendo todo el alcohol que pudiera encontrar mientras veía las noticias e insultaba en voz baja a todo aquello que consideraba culpable de su tragedia personal y destino desdeñable.

"Todo por un maldito virus que nadie puede controlar" pensó simplemente con amargura mientras le daba otro sorbo a su copa de vino, un Cabernet Sauvignon, regalo de un cliente excéntrico, encantado por su trabajo de jardinería.

Porque un hombre tan extrovertido y social como Anthony J. Crowley consideraba una desgracia de grandes magnitudes el hecho de no poder salir a ningún bar ni centro de reunión social para relajarse y ¿Por qué no? Tal vez también buscar algún flirteo o alguna una pareja de solo una noche.

Toda eso era parte de su naturaleza y la naturaleza de uno mismo no se puede negar, ¿No?

Solo dejó sus egoístas cavilaciones cuando sintió que ya trastabillaba por toda la habitación y su cabeza le daba mil vueltas.

Dejó la botella de vino sobre su escritorio, sin molestarla en ponerla en su lugar y se dirigió hacia su habitación, con aquel movimiento de caderas tan característico de él, dispuesto a realizar la única actividad que no lo mataría de aburrimiento durante ese largo encierro que veía por delante: Dormir.

Aun emprendiendo camino hacia sus aposentos, vio la ventana de su balcón abierta, y tras chasquear la lengua como siempre lo hacía en momentos de frustración, se dirigió a paso aletargado para cerrarla... Antes de que la magia comenzará..

Junto a un soplo de aire, llegó mezclada perfectamente con el ambiente, el sonido de una meliflua melodía que él supo reconocer al instante.

"La bohème de Puccini" recordó, rememorando todas las ocasiones en las que había ido a ver aquella puesta en escena, aunque el mismo se decantaba con las comedias, a él no le gustaba el drama, simplemente ya había gastado la cuota de drama para toda una vida.

Buscó con la mirada el lugar de donde provenía aquel deleitoso sonido y enfocó su vista en el balcón que se encontraba justamente frente al suyo, también con las ventanas abiertas y dónde el dueño de aquella voz seguía tarareando aquella melodía, ajeno a lo demás.

Y como en aquellas comedias románticas que veía en secreto, su mundo entero pareció haber encontrado la solución a todos sus problemas cuando el poseedor de aquella voz misteriosa hizo su aparición en el balcón sin percatarse de la presencia del vecino embobado que lo miraba sin poder ni querer apartar la vista de él.

Una cálida sensación poco conocida a atravesó su corazón como una filosa arma, sin inflingirle ninguna herida mortal y haciendo que un pequeño cosquilleo recorriera todo su cuerpo, como si hubiera encontrado algo que hace mucho tiempo había extraviado pero que no sabía que había perdido.

A su mente llegaron agolpados millones de recuerdos desconocidos a los que no encontró ninguna explicación.

Recuerdos de tiempos antiguos, de jardines, de fuego, de ángeles y demonios. dónde ojos azules como zafiros y sonrisas de amistad y algo más eran los protagonistas de esas abstractas reminiscencias.

Casi como si fuera el destino que se encontraran en aquellos balcones, con la calle silenciosa y vacía como testigo, hubo una energía extraña que no dejó al pelirrojo marchar, sino que hizo sus deseos de quedarse allí se hicieran más patentes.

—¡Aziraphale! —gritó sin saber porque, llenando las silenciosas calles con el eco de un clamor que esperaba ser suficiente para ser escuchado por contrario.

Y el hombre volteó.

Y el mundo dejó de girar.

In Omnia Paratus {¿HIATUS?}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora