Por más que me negué a presentarme en la tercera boda de la tía Edith, al final, no tuve más que aceptar. El tiempo no me ajustaba para llegar después de salir del trabajo, así que tomé el camino más rápido, aunque este fuese también el más peligroso.
La carretera estaba desierta, solo alguien medio loco transitaría en ese terreno montañoso por la noche en plena tormenta de nieve. Cada vez que pasada por un pueblito, pensaba en quedarme y no asistir al fastidioso evento, pero entonces tendría que pasar la vida con los reclamos diarios de mi madre y eso me atemorizaba más que patinar el coche en el asfalto.
Faltaban tan solo unos cuarenta y cinco minutos para llegar, cuando mi coche se detuvo así nada más, dejándome tirado en medio de la nada, tome el móvil para pedir que alguien viniera a recogerme, pero estaba sin cobertura. Sentí un poco de alivio, finalmente me había librado del compromiso, y no fue mi culpa, no podrían argumentar que no lo intenté.
En unos segundos, los cristales se empañaron, el frio era tremendo, pero tenía que bajar a empujar el auto fuera del camino; fue entonces que me di cuenta que estaba en medio de un poblado, el cual no noté debido a su nula iluminación. Entonces después de mover el coche, me di a la tarea de buscar un refugio mejor.
En ninguna de las puertas a las que llamé hubo respuesta; empezaba a helarme la sangre, así que me di la vuelta para regresar al auto, y entonces la vi. Ella estaba parada junto a mi coche, inmóvil, observándome fijamente; llevaba un camisón blanco, y estaba descalza sobre la fría nieve. No atendía a mis saludos, así que supuse que algo le había pasado y caminé rápidamente para ayudarla.
Al acercarme, empecé a distinguirla mejor, su ropa estaba sucia, su cabellera desarreglada y sus ojos no estaban, solo unas enormes, oscuras y vacías cuencas que me fueron la razón suficiente para huir de ahí, sin embargo, mi cuerpo no estaba de acuerdo, pues no quiso responder a mis impulsos, dejándome clavado en la nieve como una simple estaca, mientras ellas se acercaba a mí, alzando sus brazos, gritando y chillando como animal herido de muerte. Creí que ahí terminaban mis días, sus manos más frías que la nieve, presionaban mi cuello con fuerza sobrehumana, apenas podía distinguirla frente a mí, estaba a punto de perder la conciencia, pero una fuerte luz brilló de pronto, quitando los nubarrones de mis ojos.
Cuando al fin pude ver con claridad, esa horrible mujer se había esfumado, y detrás de la cegadora luz venia un anciano, reprendiéndome por transitar en tales condiciones por caminos encantados. Y yo que pensaba que la gente lo evitaba tan solo por las peligrosas curvas y barrancos.