Quiero saber más, Russandol

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Extraños eran los casos en los que el mismo Fingolfin atendía a la puerta de su casa

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Extraños eran los casos en los que el mismo Fingolfin atendía a la puerta de su casa. Generalmente había sirvientes que hacían esa tarea, mientras él se pasaba el rato encerrado en su despacho o efectuando esas relajantes caminatas en su hermoso jardín tomado por el brazo de su esposa, Anairë. Sin embargo, ocurrió que, en ese día, la suerte le jugó bastante bien, a tal punto de ganarle la partida y obligarlo a atender la puerta.

El señor elfo de oscuros cabellos y expresión serena fue tomado de sorpresa en el mismo momento en que iba cruzando por el pasillo y llamaron a la puerta principal. No había ni un sólo sirviente cerca, ni una sola alma deambulando por el lugar.

FIngolfin bufó, se encogió de hombros y atendió de mala gana.

—Buenos días —le saludó un elfo, acompañado de otros dos. Lo había notado, sonreían con malicia y burla; formó una mueca, preparado para correrlos de sus tierras en cuanto cometieran una ofensa—. ¿Esta es la casa de Findekano?

El mayor se limitó a asentir totalmente extrañado, no había pensado ni en darles a esos tres los buenos días. No lograba comprender qué razones podían tener ese tipo de elfos para preguntar por su mayor orgullo, por el elfo muy bien educado que era su hijo. Le pareció, en un primer momento, una burla o broma, Fingolfin no podía creer que ese era el tipo de amigos que Fingon tenía.

—¡Te dije que era esta! —escuchó que uno le murmuró, con rudeza, al que parecía ser el jefe de esa pandilla.

—Sí, ya cállate —le respondió el líder con tono demandante para después ofrecerle a Fingolfin una de sus mejores sonrisas, llena de cinismo y falsedad. En un respingo le estiró a Fingolfin una carta algo sucia y arrugada—. ¿Puede hacerle llegar esto?

Fingolfin, con palpable duda como desconfianza extendió sus manos y atrapó el papel en ellas. Las cosas seguían poniéndose raras, y sin duda, ya tenía pendiente una charla con su hijo mayor.

Los jóvenes agradecieron el gesto y despidiéndose dieron media vuelta para irse por donde vinieron, pero la ronca voz de Fingolfin detuvo sus pasos a medio camino.

—Jóvenes —les dijo en un intento de soportar el asco en su lengua. Esos elfos ya parecían un pelín mayores—. ¿Pueden informarme qué relación tienen con mi hijo?

Dos de ellos comenzaron a echarse a reír mientras se lanzaban golpes a los brazos, y el que parecía el líder de los tres, le dedicó la misma sonrisa de antes, pero ahora con un toque de frialdad que le erizó los pelos al Hijo de Finwë.

—Somos amigos... Unos muy buenos amigos, señor —fueron las palabras del elfo antes de volver a sus pasos y desaparecer, seguido por ese par de idiotas que lo único que sabían era golpearse el uno al otro.

El día prontamente se le oscureció a Fingolfin, se hizo una idea sobre la situación que experimentó y depositó todas sus confianzas en los hombros del dulce Findekano que todo mundo conocía. No era tonto, si bien Fingolfin al día de hoy seguía cayendo en bromas sucias de Fëanor, no era tan tonto como para creerse esas palabras tan vacías.

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