Parte 1

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Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, cuatro varones y dos mujeres; y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros.

Las dos hijas eran muy hermosas; pero el más joven de los varones, quien era tan delicado y suave como una hija más, despertaba tanta admiración, que de pequeño todos lo apodaban «el bello Jimin», de modo que por fin se le quedó este nombre, pues su verdadero era solo Jimin, para envidia de sus hermanas.

No sólo era el menor mucho más
bonito que las otras, y otros, sino también más bondadoso. Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas ante quienes tenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se negaban a
que las visitasen las hijas de los demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comedias y paseos, y despreciaban al menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros.

Las dos jóvenes, y el jovencito, agraciados y poseedores de muchas riquezas, eran solicitados en matrimonio por muchos mercaderes de la región, pues estos también veían como una delicada flor, tal cual fémina al pequeño joven, pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menos un duque o conde.

El Bello Jimin -pues así era como lo
conocían y llamaban todos al menor- agradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían tomarlo por esposo, y los atendía con suma amabilidad y delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos años más en compañía de su padre.

De un solo golpe perdió el mercader
todos sus bienes, y no le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad. Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos.

Sus dos hijas mayores respondieron
con la altivez que siempre demostraban en toda ocasión, que de ningún modo abandonarían la ciudad, pues no les faltaban enamorados que se sentirían felices de casarse con ellas, no obstante
su fortuna perdida. En esto se engañaban las buenas señoritas: sus enamorados perdieron totalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres.

Puesto que debido a su soberbia
nadie simpatizaba con ellas, las
muchachas de los otros mercaderes y sus familias comentaban:

-No merecen que les tengamos
compasión. Al contrario, nos alegramos de verles abatido el orgullo. ¡Qué se hagan las grandes damas con las ovejas!

Pero, al mismo tiempo, todo el
mundo decía:

-¡Qué pena, qué dolor nos da la
desgracia del Bello Jimin! ¡Éste sí que es un buen hijo! ¡Con qué cortesía le
habla a los pobres! ¡Es tan dulce, tan
honesto!...

No faltaron caballeros dispuestos a casarse con él, aunque no tuviese un céntimo; más el joven agradecía pero respondía que le era imposible abandonar a su padre en desgracia, y que lo seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos. El pobre Bello Jimin no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna, pero se decía a sí mismo:

-Nada obtendré por mucho que
llore. Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza.

No bien llegaron y se establecieron
en la casa de campo, el mercader y sus tres hijos con ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra.

Jimin el Bello se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la comida de la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque no tenía costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrado a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer, a tocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Sus dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de la mañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus perdidas galas y visitas.

-Mira a nuestro hermano menor -
se decían entre sí-, tiene un alma tan
vulgar, y es tan estúpido, que se contenta con su miseria.

El buen labrador, el padre, en
cambio, sabía que Jimin el Bello era
trabajador, constante, paciente y
tesonero, y muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las virtudes de su hijo menor, y sobre todo su paciencia, ya que las otras no se contentaban con que hiciese
todo el trabajo de la casa, sino que
además se burlaban de él.

Hacía ya un año que la familia vivía
en aquellas soledades cuando el
mercader recibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar, felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por
lo que, no bien vieron a su padre ya
dispuesto para salir, le pidieron que les trajera vestidos, chales, peinetas y toda suerte de bagatelas. El Bello Jimin no dijo una palabra, pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus hermanas.

-¿No vas tú a pedirme algo? -le
preguntó su padre.

-Ya que tienes la bondad de pensar
en mí -respondió él-, te ruego que
me traigas una rosa, pues por aquí no las he visto.

No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia.

The beautiful and the beast [Kookmin Adaptación]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora