Capítulo 3: Recuperación

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Regina apenas sí pudo dormir. Los sonidos la mantenían alerta, nerviosa, y los olores le provocaban unas náuseas tan fuertes que el enfermero tuvo que cambiar el bote de vómitos dos veces esa noche.

Aunque su dolor había desaparecido, estar en ese estado de sobre estimulación de sus cinco sentidos la estaba desesperando, volviéndola loca. Quería gritar y retorcerse, pero lograba retenerse a si misma y apretar los dientes, esperando a que la situación mejorara.

Desafortunadamente, según dijo el enfermero, esto nunca cambiaría.

- Es la infección. Te está preparando para ser un depredador nato. -Explicó, toqueteando los botones de su túnica con cierto nerviosismo. Nunca se acostumbraría a la idea de que estaba tratando con una niña que, si la tomaba mal parada y con ira, podría partirlo al medio de un puñetazo.- Se va a poner peor, de a poco. Pero te acostumbrarás. Todos lo hacen.

Cuando la muchacha había llorado, el joven había palmeado su hombro sin saber muy bien qué hacer. Él sabía de monitores y signos vitales. No cómo recomponer un corazón roto. Pero Regina apreciaba su gesto. Se volvió menos arisca, e intentó entablar conversación. Después de todo, antes de esto ella había sido una niña parlanchina e irreverente. No quería cambiar.

En esos absurdos intentos de conversación donde la niña preguntaba y el joven contestaba con monosílabos y sonrojos, supo que se llamaba Félix, que tenía 17 años de edad, y que era alumno de Powell, intentando ser al menos la mitad de bueno que era su profesor.

- ¿La mitad de bueno? -Regina ladeó la cabeza, arrugando la nariz. En su falda descansaba un pote de gelatina a medio comer, y aunque tenía unas ojeras marcadas y los ojos brillantes de tristeza, sus labios esgrimían una sonrisa filosa como el más mortífero de los cuchillos.- Puedes ser el doble de bueno. ¿Por qué tienes que rebajarte tanto a ti mismo?

- Eh... -Félix se rascó la nuca, tomando un momento de silencio para pensar. Una vez más, la niña tenía razón. A veces le sorprendía lo madura que era. Las pocas palabras que decía, casi siempre le hacían reflexionar.- Supongo que tienes razón.

Entonces llegó Powell, seguido de dos uniformados; un hombre de enormes proporciones, cabello negro moteado de canas, algo largo, peinado hacia atrás y sin ningún mechón rebelde. Ojos de depredador. Los brazos de Regina se erizaron al sentir el tan común olor a sangre emanando de las botas de aquél hombre de mirada oscura. ¿Había estado pisando cadáveres?

Detrás de Powell, el mastodonte tuvo que agacharse para pasar por la puerta, seguido de una mujer delgada con cara de felino.

- Buenos días, Regina. -Saludó el médico, tomándose las muñecas detrás de la espalda y acercándose a la nombrada.- Venimos a darte el alta.

Ahora esto era interesante. Estando días internada, la inquieta mente de la jovencita se estaba impacientando por salir de aquella monótona sala blanca que le causaba tantos dolores de cabeza. Tenía que pestañear más de lo normal para poder ver bien entre tanta blancura y luz, aunque los otros parecieran no verse afectados. Alzó la mandíbula, sentándose derecha en un intento de aparentar más madurez y determinación. Powell ya le había avisado que la entrenarían para ser soldado, y no permitiría que la vieran flaquear.

- Ya era hora. -Se limitó a decir sin mover la expresión, dando un aspecto neutro como todo soldado debía hacer, aunque en realidad estuviera sonriendo por dentro. Vio a Félix sonreír compungido por el rabillo de su ojo, y las cejas blancas y despeinadas del anciano doctor subir en un momentáneo asombro, para luego bajarlas. Su voz sonó con reproche al hablar, pero su expresión facial le daba a entender a la niña que su personalidad altanera le causaba gracia.

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