Uno podría haber freído huevos y bacon en el asfalto de la carretera, y Regina podía sentirlo en las palmas de sus manos, ya rojas del esfuerzo.
La carretera tenía más arrastrados de los que había visto en su vida. La niña dudaba que fueran tan amigables como el que había visto antes, por lo que hizo lo que cualquiera hubiera hecho en esa situación; Esconderse y temblar como una gelatina. Arrastrándose sobre su abdomen y por debajo de los autos encontró el mejor escondite para no ser notada. Los seres estaban demasiado distraídos con golpearse contra los barandales que separaban la carretera en dos, o pelearse entre ellos por alguna ardilla muerta, como para notar una flacucha sombra moviéndose debajo de la fila interminable de autos abandonados.
- Dios, Dios, Dios, ayuda. -Susurraba con los ojos vidriosos de lágrimas contenidas y temblores en las manos y rodillas, ya quemadas por el caliente cemento.
El sol estaba en el centro del cielo. Las ampollas minaban las manos de la única superviviente allí.
Una vez más el tiempo pasaba más lento de lo normal. Miel resbalando por la corteza de un árbol. Ahora comprendía a la gente que decía que el tiempo corría más rápido cuando se era feliz. Cuando sentías dolor y angustia era totalmente lo contrario. Se hacía interminable.
Ya sería el anochecer cuando se arrastrara por los últimos autos de la carretera. El cemento antes hirviendo ahora se congelaba. No sabía qué era peor.
Quiso desplomarse y dormir ahí abajo. Pero el olor a nafta y caucho caliente en descomposición la mareaba. Si no vomitó fue porque tenía demasiado miedo de llamar la atención. Un machete no haría mucho contra veinte arrastrados enfurecidos.
Por fin llegó al último vehículo en la carretera. Era un camión, ancho y apestoso. Muy, muy apestoso. Regina no quiso imaginarse el por qué.
Tenía miedo de que la vieran, si. Pero el trasero de aquél monstruo era realmente gigante y dudaba que detrás de este nadie la notara. Miró media docena de veces a sus costados antes de rodar a cielo abierto. Cerrando los ojos en un intento de contener el mareo, se apoyó sobre sus codos para erguirse lentamente. Entonces notó el sonido desagradable del masticar viceras y huesos. Estaba muy cerca. Más exactamente, sobre el camión encima de ella.
Pensó en su madre y hermano mientras comenzaba a arrodillarse para mirar hacia adentro de la compuerta abierta, de donde manaba el hedor tan particular de carne en descomposición.
Tuvo que taparse la boca para no expulsar todo el contenido de su estómago.
Dentro había al menos una docena de cadáveres. Estaban frescos. ¿Qué hacían allí? El colapso había sido hacía más de cuarenta años. ¿Es que había grupos de gente viviendo en lo salvaje?... Eso nunca te lo decían en la escuela.
En medio de ese caos de piernas y brazos unidos a cuerpos irreconocibles, estaba un niño. Estaba de espaldas, arrodillado, y movía la cabeza al compás de sus jadeos. Era un arrastrado.
Sólo entonces Regina se daría cuenta de la sangre que goteaba de las ampollas en sus manos.
El olor cautivó la atención del niño. Giró la cabeza, y olisqueó el aire en dirección a la joven. Tenía cuencos negros y sanguinolientos por ojos.
Regina cayó al suelo, con los ojos abiertos de par en par. Las pupilas dilatadas. Nunca había visto un espectáculo tan repulsivo en todos sus sentidos. El niño, avanzando sobre sus cuatro extremidades abrió la boca, y de esta salió un borbotón de sangre y víceras. Rugió.
Levántate y corre, maldita sea.
Sus músculos temblaban, parecían no tener control. La adrenalina corría por sus venas como choques de electricidad caliente y nerviosa. Tardó sólo segundos en levantarse y echarse a correr. Menos en perder el conocimiento de lo que hacía.
Se adentró en el pueblo, sin otro plan más que correr por su vida. Nunca supo en qué momento el único arrastrado que la seguía se convirtió en una docena. El miedo la impulsaba a poner un pie detrás del otro lo más rápido que podía, con la mente en blanco. Sentía el pesado golpe del machete contra su muslo como una puntada dolorosa, pero no lo sacó de la funda. No podía hacer nada al respecto.
Las calles de ese lugar eran realmente espelusnantes. Rastros de la guerra, o mejor dicho masacre, seguían allí, perdidos en el tiempo, como un frío recordatorio de lo grande que fue el humano alguna vez. Pinturas en los muros indicaban sitios seguros, sin infectados. Fotos de desaparecidos atestando los escaparates de las ruinas de las tiendas, desteñidas por el sol y por la lluvia. Autos volcados, y huesos regados por las calles. Agujeros de balas en cada pared.
¿Habría habido algún sobreviviente? Claro que no.
Regina ya no sabía qué hacer. En cada esquina parecía haber un nuevo arrastrado para seguirla, gimiendo, corriendo en sus cuatro extremidades, golpeándose contra los otros del grupo.
Piensa, Regy. Sigue los letreros. Sigue lo que quedó de la civilización.
Bingo.
Un letrero, pintado con letras negras, indicaba una tienda de armas. Dobló en la esquina indicada. El edificio era verde, y tenía las ventanas tapiadas. Un auto estaba estaba estampado entre un poste de luz y la puerta. Las tuberías estaban intactas.
Mierda.
Iba a tener que trepar.
Con los seres a una calle de distancia, Regina no dudó en colgarse de la tubería más próxima y jalarse hacia arriba, a medida que alcanzaba los siguientes tramos en donde sobresalían las juntas. Dos pisos tuvo que subir, con aquellas manos que escocían cada segundo más. Sus músculos querían fallar, mas el temple inquebrantable de la niña los mantenía en su lugar. El tramo de dos metros había sido interminable. Cuando sus dedos alcanzaron el techo, no podía creer que lo había logrado. Su piel ardía. Era hermoso.
Se dejó caer en el húmeda y llena de moho azotea, y acarició la fangosa superficie con los dedos.
La niña estaba viva.
Vaya que estaba viva.
Aún acostada, levantó las manos y las miró en contraste con el estrellado cielo. Eran manchas negras, contra el azul oscuro del cielo. Nunca había visto tantas luces en la oscuridad. En la Reserva había toque de queda, y nadie podía mirar por la ventana luego de las siete de la tarde. Dejó caer los brazos, y estos quedaron pegados al fangoso suelo. No le importó. Las estrellas eran hermosas. Respirar era hermoso. Sentir, aunque sea dolor, era hermoso.
Aún escuchaba los rugidos de los arrastrados debajo. Querían entrar en el edificio y matarla. ¿Y qué más daba? Que lo intentaran. Regina pelearía, y en últimas instancias, le escupiría en la cara a la muerte.
No supo cuando cayó dormida.
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Proyecto Santos
HorrorDe las eternas profundidades, ellos se arrastraron. De nuestras entrañas, ellos se alimentaron. De nuestra mente, ellos se apoderaron. Un poderoso mutágeno eliminó a más de la mitad de la población hace más de 40 años. El humano lucha para sobrevivi...