Prólogo

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—Recuerda que nunca debes desviarte del camino, mi pequeña

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—Recuerda que nunca debes desviarte del camino, mi pequeña. El bosque es una trampa para los que quieren curiosear en él.

La pequeña niña asintió, acomodando su capa.

—¿Qué hay en el bosque, mami?

La mujer se encogió de hombros.

—No lo sé, nunca he querido averiguarlo. Ahora, ve directo a casa de tu abuelita; llévale la canasta con comida y medicina. No puedo caminar hasta ahí. ¿Recuerdas lo que debes hacer para entrar?

Ayla asintió.

—Debo borrar la barrera de sal.

—Muy bien, mi niña. Ahora ve, quiero que estés aquí antes de que oscurezca.

Ayla salió de la cabaña, y apresuró sus pasos, internandose en el longevo camino de piedras que se alargaba por la parte iluminada del bosque.

Sentía su pecho vibrar por la expectativa de ver a su abuelita.

Mientras se internaba aún más profundo, iba tarareando una vieja canción infantil. A esa hora, el bosque parecía inofensivo, podía escuchar el susurro de los árboles, el gorjeo de los pájaros, pero había otro sonido que no podía identificar; era como un suave ronroneo que se mezclaba con el viento.
Su capa se mecía con la brisa, impregnando  el bosque con el aroma dulce y joven de su piel.

Pasó una hora antes de que pudiera divisar la vieja cabaña al final del sendero. De la chimenea salía un delgado hilo de humo. Cuando llegó a la puerta, se percató de que está estaba abierta. Con la punta de su zapato borró parte de la línea de sal que cruzaba el marco, y entró.

Su abuela se encontraba tejiendo frente a la chimenea, y alzó la cabeza cuando la escuchó entrar.

—¡¿Qué haces aquí?!—Los ojos cristalinos de la anciana se abrieron en demasía, bañados con una mezcla de asombro y miedo.

—Mamá te mando unos pasteles y tu medicina, abuelita.—La niña se quitó la capa rojiza, dejando al descubierto su larga melena castaña.—Dice que apenas se cure la herida de su pie vendrá a...

—¡Tienes qué irte ahora mismo!—La anciana se puso de pie con una habilidad casi sorprendente para una mujer de su edad—. Es luna llena, no puedes quedarte aquí, ellos sentirán tu aroma. ¡Vete antes de qué oscurezca!

—Pero abuela...

—Ahora, Ayla. Tu abuela no puede protegerte si algo sucede, debes salir del bosque antes de que aparezca la luna.

Ayla asintió sin entender nada de lo que su abuelita trataba de decirle. Agarró su capa, y ajustó los broches.

—Vendré mañana.

Salió, cerrando la puerta tras de sí.

La tarde estaba por terminar, pero la oscuridad era casi absoluta. Por lo que la pequeña empezó a correr de vuelta a casa. Los árboles ya no hablaban, y los únicos sonidos que llenaban la espesura del bosque eran los graznidos de cuervos.

Sentía sus mejillas frías, su nariz picaba y sus pulmones ardían. Había algo más ahí, ahora, el suave ronroneo que había escuchado más temprano se oía como un largo y profundo jadeo.

Vio las luces de su cabaña, mucho antes de divisar la espesa columna de humo que salía de la chimenea.

Sus fríos nudillos golpearon contra la madera de la puerta, y su madre abrió a los pocos segundos.

—Oh, niña, ¿qué te ha tomado tanto tiempo? Estaba a punto de ir a buscarte—. La madre se tambaleó, mientras intentaba mantener el equilibrio en una sola pierna.

Ayla frunció el entrecejo.

—Corrí todo el camino, madre—dijo, cerrando la puerta tras de sí, e intentando recuperar el aliento.

—¡Es casi media noche!—Exclamó la mujer—. Te dije que no tardaras.

¿Media noche? La mente de la niña no encontró una explicación a eso; ella estaba segura de que había salido de la casa de abuelita poco antes del anochecer.

No hubo espacio para aclaraciones, en ese momento la puerta de la pequeña cabaña voló, abriéndose y astillandose cuando impactó contra el suelo de piedra.

Ayla no supo quién gritó, tampoco supo a quién atacó primero el monstruo que apareció. Solo fue consciente del fuego quemando su cara, del agónico dolor en su hombro, que parecía desprendió del resto de su cuerpo maltrecho y ensangrentado. No escuchó los últimos gritos de su madre.

La luna no dejó de brillar en lo más alto, como un testigo silencioso. El bosque tragó los gritos de dolor, miedo y desesperanza.

No supo tampoco cuánto tiempo había transcurrido hasta que la suave voz de una mujer la trajo de vuelta a la dolorosa realidad.

—Oh, querida—decía la voz.—Te duele, ¿Verdad?—Un frío toque alcanzó su frente—. Mira lo que ese horrible lobo hizo contigo.

Los párpados de Ayla pesaban toneladas, no podía moverse y de sus labios solo salió un quejido seco y moribundo.

—Lo sé—dijo la voz de la mujer.—Lo sé, amor; duele tanto volver del infierno. Te ayudaré, confía en mí.

Fue lo último que escuchó antes de regresar a la inconsciencia. Pero incluso en ella, las pesadillas sobre garras atravesando su carne, ojos rojos y enormes colmillos la alcanzaron, torturando su mente y rasgando su joven alma.

 Pero incluso en ella, las pesadillas sobre garras atravesando su carne, ojos rojos y enormes colmillos la alcanzaron, torturando su mente y rasgando su joven alma

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