Capítulo 1

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—Abuelita, ¿hay lobos en el bosque?—La niña apretó la mano de la anciana que caminaba tratando de seguir sus enérgicos y saltarines pasos—

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—Abuelita, ¿hay lobos en el bosque?—La niña apretó la mano de la anciana que caminaba tratando de seguir sus enérgicos y saltarines pasos—. ¿A la bruja que vive en la cabaña no le dan miedo?

La anciana asintió.

—Sí, hay lobos en el bosque, por eso nunca debes ir sola ahí.

—Pero ya no pueden hacernos nada, ¿Verdad?—La niña se detuvo, apartando un rizo dorado que le caía en mitad del rostro sonrojado—.Sí se acercan la bruja los caza y...

—No soy una bruja—. dije, bajando el gorro de mi capa, y agachándome frente a la niña; la anciana parecía a punto de desmayarse—. Y sí, sí se acercan a ti los mataré.

Varios aldeanos voltearon a ver la escena.

—Pe-perdone a mi nieta—. La mujer tartamudeó, agarrando en brazos a la pequeña niña, cubriéndole el rostro de mi vista—. Ella no sabe lo que dice. Ya sabe co-como son a e-estas edades; repiten cualquier cosa que oyen.

Me encogí de hombros, sabiendo que la mujer quería terminar la conversación rápidamente.

—¿Y de dónde cree usted que la niña escuchó tal cosa?—Me acerqué un poco más, dejando mi rostro a unos centímetros de el de ella. Su piel se puso más pálida cuando mi cabello se movió, dejando ver la larga y pálida cicatriz que atravesaba mi rostro.

—No no lo sé...

—Lárgate de aquí—. gritó alguno de los espectadores.

—No queremos a brujas en nuestro pueblos—. Se le unió otra voz.

—Fuera.

Solté un resoplido, y acomodé el gorro de mi capa, dejando mi cara en sombras, y me giré hacia la multitud.

—Hoy es luna llena—dije, alzando mi voz sobre las demás.—Manténgase seguros en sus casas, no salgan después del anochecer, y cuiden a sus hijas. Las bestias saldrán a cazar esta noche, y ellas aman la sangre de las inocentes.

Una exclamación colectiva llenó la pequeña plaza, seguido de comentarios temerosos. Algunas mujeres recogieron sus faldas y comenzaron a correr, mientras otros se quedaban discutiendo entre ellos.
El miedo se respiró en el aire, se dibujó en los rostros cetrinos de los lugareños, caló en los huesos y llenó los pulmones de todo.
Era lo mismo cada luna llena: sangre, muerte y terror.

A los monstruos les gustaban cazar cuando el sol ya se había ocultado, porque la oscuridad era el telón perfecto para cubrir sus atrocidades.

Suspiré, ajustando las correas de la bolsa de cuero que llevaba en mi espalda; y caminé hasta mi caballo; soltando una maldición en voz baja, cuando la herida en mi pierna derecha dolió como el infierno debido al pequeño esfuerzo de subir al caballo.

—¡Habitantes de ST. York!—La voz demasiado aguda de un hombre se alzó sobre la multitud.

Miré al pequeño hombre parado sobre la tarima que se ubicaba en el centro de la estrecha plaza. Llevaba un traje hecho a medida, su chaleco tenía los colores del rey, por lo que supe enseguida que era un enviado de la corona. Insté a mi caballo a acercarse un poco, asegurándome de que mi rostro estuviera cubierto.

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