Capítulo 5: Latidos.

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Cuando llegué al hotel, sólo tuve fuerzas para tirarme en la cama, hacerme un ovillo, y ponerme a llorar. ¿Que nos había pasado?

Me daba rabia y a la vez me dolía pensar en cómo habían terminado las cosas entre nosotros. ¿Como habíamos pasado de querernos como a nadie, a no querer ni vernos en pintura? Ah si, porque William era un puto cobarde.

No quería seguir en Nueva York. Para mi habría sido mucho más fácil llamar a mi madre, pedirle que me enviara un billete de vuelta, y firmar mi finiquito en la oficina para no volver nunca más. Pero mi yo más cuerda me pedía que frenase, que me diese un respiro. William no podía controlar mi vida de aquella forma. No podía hacer o deshacer todo solo porque él estuviera presente. El hecho de que estuviésemos juntos en aquel viaje no significaba nada. Tenía que aprender a ignorarle, estar con él solo lo justo como para no volverle loca y después ir a lo mío. Si me iba de allí, también lo haría de la empresa, y no quería tener que darle el gusto de la victoria.

Mi madre siempre decía que llorar estaba bien, porque era una manera de coger aire, sacar los que nos doliese y seguir adelante. Por mucho que odiara ver a William, no podía quedarme permanentemente en la habitación desolada porque me hubiera hecho daño. Debía empezar a ignorar su presencia, solo de aquella forma podría superar también lo que nos pasó.

No veía otra alternativa más allá.

A la mañana siguiente me levanté de la cama consciente de que tan sólo llevábamos tres días en la gran ciudad, y a mi ya me parecía que me habían pasado más cosas que en todo el mes.

Después de contarle a Meghan (vía telefónica, porque no quería que me viese llorar así por culpa de William) todo lo que había pasado en Central Park, ella me envió el itinerario de los siguientes días para que no tuviera que estar pendiente de preguntar a todo el mundo que es lo que íbamos a hacer a cada hora. Se lo agradecí.

Aquel día íbamos a comer con los dueños inversores de una de las productoras más importantes del país. En el itinerario no especificaba cómo teníamos que ir vestidos, pero sí donde sería la comida, en el Eleven Maddison Park, un restaurante de comida exquisita y muy pija a la que yo no estaba acostumbrada y tampoco mi sueldo. Por lo menos durante nuestra estancia en Nueva York todas las comidas y cenas y cualquier cosa que nos apeteciera hacer estaba cubierto por Howland Company, así que no tenía de que preocuparme. Es más, pensaba pedirme todo lo que entrara en el menú solo por el placer de saber que saldría del bolsillo de William y no del mío.

Decidí ponerme un vestido de punto beige. Era entallado hasta las rodillas y de cuello alto, por lo que me aseguraba de que el frío no entrara por mis huesos y terminara de congelarme. En los pies, y muy a mí pesar, me calcé unas botas marrones altas que me parecían realmente incómodas pero espectacularmente favorecedoras. ¿Por qué todo lo bonito tenía que doler?

Bajé a la recepción donde me reuní con el resto del equipo. Estuve verdaderamente pendiente del reloj para no llegar tarde, y que alguno de los gerentes considerase que un minuto de retraso era equivalente a una patada en el culo de vuelta a San Francisco.

Cuando vi a William, ni siquiera lo miré. Bueno, si, si que lo miré, pero intenté disimular todo lo posible para que él no pudiera verme. A pesar de que me giré en la dirección opuesta hacia su persona, notaba su mirada clavada en mi espalda. Recé porque aquella fuera una velada tranquila libre de discusiones. Por mi parte, al menos, así sería.

— Está un poco raro hoy. — Me susurró Meghan al oído, como si temiera que alguien pudiera escucharle.

— ¿Quien? — Ella hizo un movimiento de cabeza, y cuando di la vuelta, pillé a William mirando en nuestra dirección. Afortunadamente bajó la cabeza antes de que pudiera sacarle el dedo o insultarle. — Será por trabajo. O a lo mejor es que por fin le han sacado el palo del culo.

Volver. (Savannah + William) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora