Me tiritaban las piernas sentada en aquel banco de tortura. Me sudaban las palmas sobre el desgastado lápiz sin saber qué anotar, sin saber que querían que les dijera.
La dura madera me perforaba la espalda y los fierros sobre mis rodillas ya no me dejaban pensar.
La horrible tortura se extendió durante una hora, y entonces, por fin, sonó la música celestial que anunciaba el fin de mis sufrimientos.
Me levanté, tiritando, presintiendo cómo iría a terminar todo esto, mientras la profesora retiraba la hoja de la prueba.