La chica estaba sola y tenía hambre. Había salido a cazar pero no salió bien. Estaba decidida a alimentarse del primero que se le pasara por delante.
Era de noche y hacía un calor horrible, eso incentivaba su furia. Se levantó y voló por los cerros, buscando alguien para poder alimentarse, aunque sabía que terminaría yendo a la misma casa de siempre.
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Doña Patricia estaba muy asustada. Desde que su nieta mayor había desaparecido, hacía tres semanas, los ataques a miembros de su familia se habían hecho frecuentes, tanto, que ella era la última sobreviviente.
Sus hijos habían salido a cazar a la bestia, para luego ser encontrados sus cadáveres, sin una gota de sangre en el cuerpo. Y los demás habían muerto mientras dormían, todos con las mismas marcas en las muñecas o el cuello y vacíos de sangre.
Pero a ella no la mataría la bestia, ella era más lista, estaría preparada. Con una fuente con sangre animal, un lazo y un cuchillo de cocina, la bestia no podría matarla.
De pronto, escuchó un zumbido, y un cuerpo liviano y fuerte la echó al suelo.
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Por fin la chica había saciado su hambre, pero a un costo muy elevado. En ese momento volvió a ser dueña de sus actos, una vez el salvaje instinto asesino fue calmado.
Miró a su víctima, contempló su rostro desencajado y la mirada perdida que tanto le gustaba de los humanos muertos. Pero no en esta humana.
Sintió algo húmedo en su cara, y se lo secó con una mano. Las lágrimas limpiaban de sus mejillas los restos de sangre.
De un salto despegó sus alas, membranosas y como las de los murciélagos y se alejó, dejando el cadáver de doña Patricia en el patio de su casa, con la misma expresión de dolor en su rostro que el resto de su familia.
La asesina se alejó, con el estómago lleno e intentando olvidar que acababa de alimentarse de la sangre de su abuela.
