Él la observa. Es dispersa, agitada, e imparable cuando se trata de hablar.
Cuando él bajó del bus (con el trasero acalambrado, el cuaderno lleno de dibujos y anotaciones sin sentido y un nuevo sexto sentido que servía para inhibir los cinco restantes) la vio a ella, recibiendo junto con un pequeño "comité" a los profesores que llevaban a los alumnos de Santiago al Encuentro De Arte Limache.
Desde que la vio, el chico ya no puede pensar en otra cosa. Bueno, obviamente piensa en dónde debería dejar su bolso equipado con lo indispensable para más de los tres días que estarían de campamento, pero desde que supo que alguien como ella existe ya no puede olvidar la sensación de que debe hablar con ella, conocerla.
Ella es alta, casi tanto como él, lo que es raro en una chica. Una agitada nube negra con vetas de tintura roja y verde flota en torno a su cabeza, redondeada y erguida de manera altiva pero sin ponerse sobre los demás, a pesar de llevarles varios centímetros a casi todos allí. El chico piensa que si ella se quedara quiera un momento, la nube se revelaría como una espesa cascada de bonito cabello bien cuidado y con un corte desigual.
El estilo de la chica, explosivo, reciclado y llamativo, con jardinera de jeans viejos, top lila y zapatillas rojas tipo Converse pero de la tienda china, junto con un lazo magenta en torno a su cabeza que con un vano esfuerzo logra apenas sujetar las rebeldes ondas, da un aire de rebeldía, libertad, arte y gatos que sin duda ella quiere expresar.
Se mueve entre la gente que pulula entre las exposiciones con soltura, elegancia y un poco de histrionismo, cambiando de un lugar a otro con asombrosa rapidez.
Él la observa mientras va de grupo en grupo, entre los que caminan por ahí, conversando con todos y sin notar, o ignorando, las miradas de interés que cosecha a su paso. El chico admira la frescura y libertad de ella, su facilidad para congeniar con todos, la manera en que se interesa por las personas en general y por nadie en particular.
En ese momento, la chica se voltea hacia él, que desvía la mirada dándose cuenta de que no le había quitado la vista de encima. Un agradable calor surge en el pecho del chico, sube hasta su rostro y consigue sonrojarlo. De pronto el sillón en el que está sentado se vuelve demasiado incómodo y la verde fronda parece estrecharse, pero todo eso pasa en cuanto se pone de pie y vuelve a mirarla.
La chica sigue allí, ahora de frente y mirándolo a los ojos. Los de ella, azules como el cielo de media tarde y expresivos como un cuadro, se ríen en silencio. El chico siente como la risa asoma a sus ojos también.
Ella se acerca, sorteando las figuras borrosas que hasta hace un momento eran personas pero que la emoción hace desaparecer, y crea un mundo en el que solo existen ellos dos y la conexión que fluye entre sus miradas.
Él avanza unos pasos, nervioso sin saber por qué.
Ella, con sus mechones de colores destacando entre la larga melena negra, sus manchas propias de pintura de varios colores salpicadas en su ropa hecha por ella misma, el rímel un tanto corrido y los cordones de los zapatos de distintas colores.
Y él, con sus pantalones anchos de camuflaje y la polera grande con un dibujo de los Red Hot Chili peppers, sus botas militares y su cabello rubio ondeado hasta los hombros, enmarcando unos ojos tan verde uno y tan negro el otro que nadie podía soportar mirarlo mucho rato, nadie excepto ella.
Al fin están frente a frente, a un paso el uno del otro. Al fin, ambos sienten cómo la risa baja desde sus ojos, llega a sus labios y se permiten esbozar una cómplice sonrisa.