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Capítulo uno

Despedidas y reencuentro

La sólida ciudad de Beijing se esparcía derrotada por primera vez ante sus ojos. 

Tom dijo que se fijara si veía su casa desde las alturas, la buscó entre la niebla. Aunque a penas distinguía colores a través de las ventanillas empañadas. Restregó las manos contra el pantalón sintiéndose inesperadamente decepcionado.

Eugene, con su mirada azul y más absurda, como el fuego pegado al pábilo de una vela: fijos y carbonizados. Entre sus manos tenía una libreta castaña, de hojas amarillentas, casi la extensión de sus brazos flacos. Pintaba con una habilidad diletante y tristona los cuadros que aparecían por la ventana más alta del edificio. Y le adormecía sentir que se alejaba de su hogar con cada segundo. Extrañaría las fragancias de los jabones con las que fregaban en la azotea y las comidas a media noche que pedía su padre. También extrañaría sus amistades embrionarias. A Kei pero no tanto a Jenno, los chicos del parque. Las noches cálidas, ceñidas al futón que le destrozaba la espalda. Extrañaría a Hina, sus batidos de verduras por las mañanas. A Tom Hijo, de la tienda.

Desde que la alarma había sonado hasta ese momento, se la había pasado suspirando una y otra vez. Tom le preguntó, casi como regaño: «¿Por qué suspiras tanto?», y él respondió que le pesaba más que nunca; quería embriagarse de tanto exhalar. Cuando su padre lo llevó al invernadero por la tarde y frotaba los pulgares debajo del asiento, se dio cuenta de su miedo. Al detenerse quiso salir deprisa, pero las puertas no cedieron y se devolvió hacia su padre con impaciencia. Él lo observaba con esos ojos inmortales, como dos piedras en un rostro  demasiado humano.

—¿Tienes prisa?

Eugene apretó la mandíbula.

—Es mi último día.

Más que una respuesta parecía una súplica. Su padre asintió y desbloqueó la puerta en un movimiento. Eugene se precipitó hacia ella torpemente, un poco aturdido. Los aromas claros de las plantas y el insecticida convergieron en su nariz y él los absorbió como pudo, arrebatando de una bocada el aire mientras corría. Llegó a la entrada y se detuvo de un parón. Quiso quedarse mirando el camino de piedra y ver las hormigas caminar bajo el sol frío de la época.

Hina traería dos sillas y con una sonrisa abierta y brillante lo llamaría a sentarse. Su madre, la señora Moon, vendría unos minutos después con una bandeja y dos platos de sopa y maíz. «No estén mucho rato, ya se va a poner el sol», diría justo antes de irse. Hina, con el cuerpo despegado del asiento y cerca de su oreja, susurraría con voz cómplice «¿Quieres ir al lago?». Se pasarían hasta la medianoche ahí, escuchando a los grillos y los patos salpicar en el agua. Luego una voz irritada llamaría a la distancia, la mirada de Hina iluminada por la risa. Silenciosamente se escabulliría por la ventana y le tendería la mano para subir. Prenderían la televisión y el señor Moon golpearía con el puño. «¿Cuándo llegaron y a dónde habían ido?», intentaría —siempre lo hacía— poner la voz grave y punitiva. Hina abriría la puerta, agrandando los ojos con inocencia. A mitad de voz flaquearía y su tono aplacado, como una voz tolerante, les diría que bajasen pronto o se enfriaría la comida.

Los recuerdos cruzaban su cabeza como agujas y sintió un dolor punzante en la garganta al ver a la señora Moon abrir con ojos llorosos. Eugene cayó sobre ella como un niño. Ella lo abrazó con ternura en respuesta, dejando que se aferrara a su cintura. La familia estaba reunida en la mesa. Una mesa redonda y de madera. Hina apoyaba su cabeza en el hombro de su padre. Ambos parecían idos. Eugene pudo ver sus rostros contraerse y a Hina levantarse de un salto. La abrazó y cerró los ojos al escucharla sollozar. El señor Moon estaba de pie y los miraba apesumbrado. Nunca hasta entonces había visto al señor Moon secarse las mejillas. Era temprano y la mesa no estaba puesta como siempre. El padre de Eugene entró y se saludaron con mucha o más tristeza. Hina deslizó su mano en la suya y pensó que sin ese acto se habría derrumbado ahí mismo.

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