Capítulo cinco
La carta
Tom y Eugene caminaban a la dirección, estaban hasta la nariz de libros. Los pasillos estaban casi vacíos, la última hora del jueves por la tarde eran los momentos solitarios en la que todos corrían como chispas hacia la entrada. Incluso los maestros. Algunos se quedaban detrás del muro del baño a descubrirse. A veces incluso se encontraban colillas debajo de las capas de moho, al ser un punto ciego era el sitio más recurrente. Ellos, que estaban justo pasando por los costados del colegio para cruzar a la ala de oficinas, vieron a dos chicos que estaban palpándose mechones de cabello tímidamente. Tom les gritó alguna cosa para animarlo desde la distancia, pero los chicos solo se sobresaltaron. Tenían las caras abochornadas y terribles de haber visto a un fantasma. Eugene se sorprendió de reconocer a uno de los integrantes del club de ajedrez y otro muchacho de primer grado.
Tom se desternilló de risa, pero pasado el momento volvió a estirar los labios, amoscándose y haciendo más notorias las sombras que recorrían sus facciones. El cuello se le inflaba tubular y la nariz se le empequeñecía aún más dentro de su rostro aceitunado y hasta cobrizo por el hélix de la oreja.
—Ese pinguinesco profesor —susurró rencoroso— me detesta.
Eugene cargaba un cúmulo de libros, y al hacerlo enarcaba los hombros, inhumanamente sosegado, a diferencia de Tom, que por su carácter apasionado y burlesco, acababa, si no limpiando baños, suspendido. El profesor Hesper, el profesor de literatura, un estereotípico caballero regordete y de voz ecoica, lo tachó, interrumpiendo su propi clase, como el joven más inconsecuente y descomedido que había visto. Tom le hizo una mueca y, con voz constreñida por el incesante parloteo de aquel histérico hombrecillo, le llamó "pingüino fatal" y alguna grosería camuflada, cosa que había sorprendido a Eugene; nunca había sido tan sutil.
—Tú te lo buscaste, Tom —le reconvino, con simpleza.
—No te pongas de su lado ahora —acusó Tom, que traía consigo otro montón considerablemente más pequeño de libros—, quisiera saber dónde está la directora en cuando ocurren cosas por el estilo. Solo está para presumir de su estúpido equipo de básquetbol.
Desde hacía tiempo venía desempolvando el desinterés pasotista de la directora Margaret, una señora que aun con su inestimable edad (un misterio que nunca revelaba), seguía promocionando a su queridísimo equipo, de hecho. Ella misma se encargaba de pegar y colgar las pancartas con la foto del campeonato internacional que se leía, en la mayoría de puertas, con letras grandes y enmarcaba en un color leonado
«LOS GOLDEN HAWKS ENCESTAN SU BALÓN EN LAS GRANDES LIGAS». Como verá el lector, una mujer sensacionalista y comprometida, a pesar de que aquel panfleto era para los primeros partidos, los de eliminatoria. Eugene, que sabía escaldar y aplacar los sentimientos de Tom en segundos, desvió la conversación.—Hablando de eso —continuó Eugene—, ¿has visto a Hina?
—Sí, estaba con Ajax en la biblioteca —respondió vagamente—, Eugene, quisiera saber adónde tenemos que ir a dejar esto.
—¿No la has notado más feliz? —caviló—, siento que resplandece de solo pensar en él.
—Ah, los chicos lindos y sus brujerías —Eugene pensó que habría subido los hombros de no haberlo obstruido los libros.
Al llegar, los dos últimos profesores les recibieron, ojerosos y resignados. Les dieron un corto agradecimiento antes de despedirlos. Tom se masajeaba los brazos.
—¿Vamos a buscarla? —inquirió refiriéndose a Hina.
—No, de todos modos nosotros debemos ir a trabajar.
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Ojos de sauce
Teen FictionEugene se muda de Beijing a Italia, como estudiante de intercambio, pero principalmente para trabajar con Dennis, el esposo de Evadine, su madre, a la que no ha visto desde los nueve años. Eugene desearía no irse, pero es la única oportunidad que t...