II

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Capítulo dos

El tercero de los tres

Una de las azafatas le despertó una hora y media después de que Eugene se durmiera, tal como le había pedido. Envió un mensaje a su padre y agradeció a la azafata. Las alarmas en el celular no lo despertaban muy seguido, y esa semana había estado durmiendo mal por culpa de los atrasos en su antiguo colegio. Sin querer recordó a Hina y pensó si se sentiría sola en el comedor. Tal vez Tom la acompañara; en el colegio era simplemente Tom.

Buscó en su bolso el sobre y lo miró muchas veces antes de volverlo a meter, completamente sellado. Acarició las pegatinas y los dibujos pequeños a los costados, percibiendo la personalidad de Hina entre sus manos. Sentía curiosidad de lo que sentía respecto al beso. Pero abandonó el camino de ese pensamiento al instante. Ellos eran amigos desde que tenía nueve años, justo el día que los cumplía de hecho. Su amistad había sido el único regalo para ese pequeño niño sin amigos. Hina, en cambio, sí tenía muchos amigos, y Eugene nunca se resolvió a preguntarle por qué esa tarde de almuerzo en vez de comer con su multitud de amigos, se le había acercado.

—Hola —saludó. En ese tiempo ya tenía su sonrisa amplia.

El pequeño Eugene se quedó mirando su sonrisa pensando que sus dientes brillaban mucho más que los ojos de cualquier persona. Mordió su emparedado y se manchó la camisa antes de mirarla de nuevo; seguía allí, sonriendo.

—Hola —repitió y Eugene se quedó de piedra abriendo desmesuradamente los ojos al darse cuenta de que lo saludaba a él—. Me llamó Hina, ¿y tú?

Tragó un trozo de pan sin mascar y se atoró. Hina se acercó a él con preocupación.

—Estoy... —tosió y se secó las lágrimas— estoy bien, solo era pan.

—¿Quieres un poco de agua? —sacó de su lonchera una botella y se la tendió.

Eugene la miró y luego a la botella.

—¿Está limpia? —preguntó y hasta entonces nadie había preguntado algo así a la pequeña Hina.

—¿Limpia? —inquirió, moviendo su cabello corto y brillante hacia un lado.

—Sí, limpia —dijo con una seriedad muy propia de Eugene.

Hina fijó los ojos en el agua y miró a través de ella hacia el sol. Eugene la observaba tenso.

—Yo creo que se ve limpia —sentenció—, ¿quieres verla?

—Sí —dijo, y Hina se la dejó en la mesa.

Al tenerla la revisó como lo había visto en un comercial en la televisión de una tienda de aparatos y recipientes de vidrio. Antes de tomarla vio de reojo como la niña se lo había quedado mirando con intensa curiosidad. Cuando Hina se concentraba arrugaba la frente y parecía enojada, lo que divirtió a Eugene y sonrió a medias, procurando esconder su rostro.

—¿Qué has hecho? —preguntó.

—La he revisado para ver que si tiene gérmenes —informó con la voz más presuntuosa que tenía.

—Ah, ya veo.

Se quedaron en silencio por unos segundos. Eugene le devolvió la botella y agradeció. Hina se dio la vuelta y empezó a caminar, pero se detuvo. La observó atentamente. Sus amigos la miraban con sorpresa. Entonces ella se dio la vuelta en un movimiento y se sentó junto a él, con el codo apoyado en la mesa y la mirada clavada en sus ojos, con infinita intriga y admiración. Su pequeña cabeza rubia balanceándose frente a él.

Ojos de sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora