III

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Capítulo tres

Llamadas perdidas

Carl, el padre de Eugene, trabajaba hasta medianoche incluso antes de que se mudara. Tom Padre le había ofrecido a Eugene un puesto de trabajo con su hijo. Así que por los martes y jueves se iba con Tom Hijo hacia la tienda. Aunque con el tiempo el dinero, que iba por completo destinado a las deudas y comida, empezó a escasear. Por más que Eugene lo intentara, el colegio y el trabajo le absorbían demasiada energía y pronto se vio embebido en la opresiva y apremiante búsqueda de otro trabajo.

—Te podemos subir el suelo —sugirió Tom Padre, con una expresión clara de piedad.

—No es necesario, señor —negó, haciendo una reverencia—, buscaré un segundo trabajo.

—Eso es malo para tu salud, Ginny —se lamentó Sonia—, deberías aceptar la oferta.

—Es una deuda interminable, Sonia, aunque lo hiciera, seguiría necesitando ese dinero para comprar comida y las medicinas de papá.

—Espérame un momento —dijo antes de entrar apresurada a la cocina, se oyó como revolvió todo estando adentro. Al salir venía con una pequeña canasta con latas de atún, una ristra de ajíes, pimientos secos, nueces y almendras. También había manzanas, harina y avena. —Toma, y no tengas recato de pedirme más cuando se acabe.

Eugene pensó en rechazar esos víveres, pero realmente los necesitaba. Miró a Tom Padre y sus ojos benignos le empujaron a recibir la canasta y agradecer. La apretó contra su pecho y se despidió de ambos. Sonia miró a su esposo con inmensa preocupación. No eran ajenos a la situación en la que se encontraba Eugene. Lo conocían desde niño, y porque Tom hablaba siempre de Hina y de él.

Un martes en el que se dirigían a la tienda, Tom le hablaba sin pausas. Estaba enojado porque había ido a la Dirección a causa de un malentendido. Pero Eugene no le prestaba mucha atención, y caminaba encorvado, casi arrastrando los pies.

—En fin, ¿y conseguiste el trabajo? —preguntó Tom, quitándole importancia al tema del profesor.

Eugene, que no se dio por aludido, siguió mirando al frente con los ojos pesados. La tarde había caído, y el cielo estaba enredado en tonos morados y anaranjados un poco más fríos que de costumbre. Tom volvió a llamarlo.

—¿Ah? Sí, sí, totalmente.

Tom frunció el entrecejo y se detuvo encarando repentinamente a Eugene, que lo miró confuso.

—¿Me estás escuchando? Te dije que si conseguiste el trabajo.

Su rostro se encendió y tartamudeó una disculpa.

—Has estado así todo el día —suspiró, buscando conectar con la mirada escurridiza de Eugene—, ¿ocurre algo?

—Solo estoy cansado, el trabajo es agotador —dijo, Tom le miraba esperando que continuara, y siguió—. Trabajo en una tablajería, ni un cirujano está tanto tiempo en contacto con la sangre como yo —rio—, pero pagan bien.

—¿Hay carnicerías por aquí? —dudó Tom—, la más cercana queda a media hora en bus.

—Solo son los viernes y los sábados.

Tom se sintió enfadado de que desdeñara tanto el esfuerzo sobrehumano que estaba haciendo esos últimos días.

—Vete a casa, le diré a mi padre que estás enfermo.

—No lo estoy.

—A este paso lo estarás. Vete.

—En serio, estoy...

Tom se le acercó abruptamente y le agarró de los hombros, tan imponente que le arrebató el aliento por un segundo. Eugene pensó que sus ojos en la oscuridad eran mucho más extraordinarios y violáceos como un cardenal guindando entre su piel acanelada.

—Ginny, no te estoy preguntando.

Él soltó la respiración retenida cuando Tom se alejó y se volteó a sacar algo de su mochila.

—Se te quedó sobre el escritorio —dijo, extendiendo su libreta— el conserje lo bota todo, ¿lo olvidas?

—No lo bota, se lo queda —se rieron—. Está bien, gracias, Tom.

Tom sonrió y sus ojos se estiraron en una curva adorable. Luego de unos minutos ya no pudo ver a Tom a la distancia. Se atusó el cabello y se acomodó la ropa antes de entrar a la farmacia. Una mujer entrada en años y con el rostro con las secuelas inconfundibles de las intervenciones quirúrgicas mal acabadas le atendió.

—Buenas noches, necesito una caja de Duloxetina, por favor.

La mujer le observó con una expresión malhumorada. Eugene cayó en la cuenta y sacó la receta, dejándola sobre el cristal del mostrador. La mujer se levantó como pudo y arrastró los pies a uno de los muebles del cual sacó la caja. Eugene pagó y estando a punto de irse, la mujer lo detuvo.

—Chico, la receta.

Él la recogió y la echó en la mochila dando las gracias, ella asintió sin prestar atención. Su camino a casa fue largo e introspectivo. Miró la caja y en un arrebato sacó una cápsula tragándosela con la garganta seca, de forma que le raspó dolorosamente cuando se atascó. Carl había dejado la puerta entreabierta y dormía en el sillón. La televisión estaba prendida, por lo que se acercó a apagarla. Pero un intenso hedor le obligó a cubrirse la boca. Junto a su padre había una cubeta chorreada de vómito ensangrentado. Había un cenicero con una caja de cigarros vacía. Eugene tomó un mantel, limpió su rostro y barba que había atrapado la suciedad de los charcos de saliva y bilis secretados encima de un cojín. Le quiso despertar, pero al final solo dejó la caja a su lado, retirándose a la habitación. Escarbó en la bolsa que Sonia le había dado y sacó una manzana que se devoró a mordiscos. Luego de comer se le vino a la cabeza que no la había lavado y sintió que el estómago se le revolvía de solo pensarlo. Empezó a tener un repentino sueño y un dolor que le martillaba desde adentro hacia afuera como si algo dentro de él estuviese brotando.

Quedó tan abismalmente dormido que no sintió el teléfono sonar en la sala. Carl, que estaba al lado, se removió de golpe, asustado.

—Diga —contestó preso del mareo y las náuseas, su voz salió ronca.

—¿Carl? —dijeron a través de la línea y él se quedó inmóvil—, hasta que por fin contestas mis llamadas.




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