La fiesta

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La distancia social nunca generó consecuencias dentro de mí, digo, nunca consecuencias malas. Siempre las personas deciden lamentarse cuando la soledad toca a su puerta, mostrándose víctimas frente a eso, frente a la moral y visión colectiva de la sociedad. Fue esta última quien terminó corroborando la negatividad emocional hacia el estar solo, pero quien sea capaz de asumir la soledad no como una obligación, sino como una forma de contrastar la imposibilidad de alcanzar placeres delebles, puede dar cuenta de que la compañía física y en estos tiempos, hasta virtual, llega a ser un generador de problemas y lastres que nos arrebatan factores como la paz y tranquilidad, que de cierta forma, debería ser el mejor estado en el que alguien podría encontrarse. Ahora bien, podemos culpar los acontecimientos que nos forjaron y no a nuestras almas, de nuestra flaqueza para convivir con nosotros mismos sin la presencia de otros similares, pero hacer esto no es más que una identificación de la problemática, por lo cual el lamentarnos y culpar a la vida, a Dios, o a lo que sea, hace que condescendientemente la culpa termine resbalando sobre nuestras cabezas al no hacer nada; es decir, de mostrar apatía e indiferencia a algo que está dentro y sabemos que nos carcome, pero que no queremos enfrentarlo. Quien por un lado se aleja, no sólo se distancia de la barbarie que yace escondida dentro de cada humano y teme de que esta en algun momento salga disparada hacia él, o entre por la puerta trasera sin hacer ningún ruido pero que con el paso del tiempo destruya los pasajes más queridos de su vida; el que se aleja también evita la posibilidad de que sea él quien dispare el proyectil, o deje el veneno haciendo daño con lentitud. Sin embargo, esto no significa que en ningún momento de su existencia lo haya hecho, pues para tener la certidumbre de ello se debe aislar desde el momento de la concepción y vemos que en las sociedades actuales en las que vivimos ahora, es algo casi improbable. Yo nací en el seno de una familia que siempre se mantuvo al margen de los demás, mis padres socializaban meramente cuando era necesario, también tuvieron la suerte de heredar, ambos, por parte de mis abuelos, una fortuna con la cual podríamos vivir cómodamente bastantes años sin que fuera menester trabajar. Pese a ello, jamás gocé de dicha fortuna en mi infancia, ni mis propios padres lo hacían. Vivíamos en medio de la ciudad en una casa de dos pisos con tres habitaciones. Por más que eche la vista atrás, sólo recuerdo pasar mi infancia dedicado a los estudios en la biblioteca junto a distintos profesores privados que mis padres pagaban; ellos siempre fueron afables y yo tenía la impresión de que no lo eran por la remuneración económica que recibían, sino por una constante lástima hacía mí por la situación en la que me encontraba. Nunca me gritaron ni se llenaron de cólera mientras me enseñaban, probablemente porque era un niño con una obediencia extraordinaria y porque jamás daba problemas ni hablaba para quejarme o mostrar algún disgusto, de hecho, casi ni abría la boca; recuerdo tardarme cuatro años en ser capaz de mirar a mi madre a los ojos y decirle «tengo hambre».

Pocos años después, en mi adolescencia, mi padre decide irse de la casa para buscar una nueva vida con otra mujer, su amante desde hace cinco años. A causa de esto, mi madre entra en una intensa congoja y yo nunca supe que decirle para ayudarla; cuando las lágrimas salían desbocadas de sus ojos, las palabras parecían huir a borbotones de mi boca. No me quedaba más que ver su dolor, cosa que, a su vez, también me hacía daño. Estábamos ahí, los dos en la casa, sin compartir palabras, pero sintiéndonos igual de desgraciados y hundiéndonos en una miseria emocional en cada malhadado rincón de la lóbrega morada. La comida empezaba a cercenar en la cocina, mi madre ya sin brío alguno, me dijo que me ocupara de ello. Cuando salí a la calle, llegaron a mi cabeza los pocos recuerdos de cuando también lo hice en mi niñez; unas cuantas reuniones familiares, una visita al zoológico, un par de veces a la heladería y unas pocas compras anodinas en una tienda local en esa misma calle.

Con eso mis salidas se volvieron más constantes, ahora podía salir sin permiso de mi madre y sin decirle a donde me dirigía, ella dejó de darle importancia a esas cosas, y a muchas otras en general. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de entrar a la universidad. Los primeros días fueron complicados en cuanto a lo de socializar, pues mis capacidades para ello eran pésimas y los demás parecían creer que yo era alguien muy torpe y con alguna psicopatología. Y de hecho sí era torpe, pero solamente en ese ámbito. Unos días después de las primeras clases, una joven de mi curso decidió hacer una fiesta para los de nuevo ingreso, me enteré por los carteles adheridos a las paredes de la universidad, pero me encontraba tan ensimismado en mis pensamientos que lo ignoré por completo. Un par de segundos después de haber notado el último cartel, escuché de súbito la voz de alguien.
-Eh, vas a ir, ¿no?- Me dijo ella, la que había pegado los pósteres, y me asombró con cuanta calma pronunciaba las palabras mientras me alcanzaba desde atrás, como si yo fuese su amigo de toda la vida, apoyada en una fisonomía que si bien era plenamente amigable, no dejaba de impresionarme.
-No- Espeté a la par de retirar mi mirada de su rostro.
-¡Cómo dices, tienes que ir!- Mientras lo decía, esbozaba una sonrisa con apices de contornos faciales incrédulos. -Todos van a ir, ¿tú por qué no?
-No lo sé, tal vez haré otras cosas o...-
-¡Prométeme que irás, o no te dejaré ir!- Me dijo mientras su semblante se revestía con seriedad, pero aun así, no dejaba de ser también amistoso. Ya he dicho que tengo pocas habilidades sociales, una de ellas, es mi incapacidad para decir «no», debido a mi docilidad. Cuando dije lo que ella quería escuchar, no dudó en preguntar por mi nombre y de aclararme el suyo sin que yo haya denotado interés en sonsacárselo.

Curiosidad En La Carretera Y Otros RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora