Visajes

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Camilo zigzaguea a los vehículos y lo supera con facilidad. Conduce como loco. Con el viento golpeándome el rostro, me asalta una especie de libertad que siento por primera vez, y es que es la primera vez que subo a una moto. Y cuando ya veo vislumbrar el vértigo en mí, una señal llega a mi auxilio: la luz roja del semáforo. 

Parce, ¿por qué el afán? Camilo voltea y sólo sonríe como un niño recién descubierto tras una travesura por la que no será regañado, aunque quizás sólo se está burlando al oírme remedar el acento local. Unos diez minutos más, ya en las afueras de El Valle, descubro que el destino era el Mirador del Sur.

Nos sentamos justo al borde del mirador. El cielo está despejado, permitiéndome ver la universidad e incluso ese monumento tan feo que tienen al lado de la biblioteca municipal. Ya vuelvo, bonito, me dice, dejándome ahí ruborizado al lado de otras parejas, eso sí más cariñosas que contemplativas. 

Camilo vuelve con dos tazas de chocolate, ofreciéndome una, y es que la temperatura comenzaba a descender. Está delicioso, ¿esto es queso? ¿Ponen queso al chocolate? Me mira y sólo atina a sonreír. Entonces, algo pícaro le digo, bueno, ya sabes, como extranjero debo probar los sabores locales, lanzándome una mirada cómplice. 

Ya sentados, me conversa sobre sus planes en la radio y de esas cosas locas que ha hecho a lo largo de sus veintidós años. Observo, entonces, que hace muchas muecas. Lo que me resulta interesante. Cuando me toca hablar, me oye con atención y sólo sonríe. 

Niño, me gusta como hablas. Y yo creo que sólo lo dice porque arrastro las erres y porque, además, admira la cultura francesa. Aunque diría que todo lo que sea extranjero le atrae, una peculiaridad que observé en mucha gente de El Valle.  

Bajo la amenaza de una lluvia torrencial, muchas parejas comenzaron a retirarse, y si no fuera porque vi que ya tiritaba, y que estoicamente no me confesó, le dije que debíamos marcharnos. Fuimos de los últimos en irnos. No sin antes tomamos muchos selfies y sí, muecas y más muecas suyas en cada una de ellas.

Llegamos empapados al edificio donde yo vivía. Le invité a subir para que se secara el cabello e incluso, si deseaba, prestarle una camiseta. Ya en el apartamento, le alcancé una toalla mientras le preparaba un tintico. 

El atractivo de Camilo estaba en su manera de contar las cosas y los visajes con que las acompañaba. Me resultaban sexys. Muy a mi pesar, tenía ya que despedirme de él, no sólo porque estaba agotado y la lluvia ya había cesado, sino porque, al día siguiente, muy temprano, me esperaba una charla que la universidad había agendado para los estudiantes de intercambio. 

- Y , entonces, qué prefieres que te enseñe francés o el beso francés?

-  Cédric, mejor enséñame francés que de lo otro ya soy experto.

Para ti con amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora