En un patio de pensión

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Es una noche típica de verano en un barrio del suburbio. El aire se siente pesado, gomoso, se adhiere a la piel con brillo similar al aceite de bebé, pero sin su perfume.

La dueña de la pensión, doña Carmela, terminó de baldear el patio de mosaicos de hipnótico damero y se puso a regar las flores. La casa era vieja, con  los ladrillos reverdecidos por el musgo que tapizaba las paredes; sin embargo, su sabiduría vegetal hacía que esa delicada pelusa, frenara la escalada pocos centímetros antes de alcanzar la terraza, donde el sol dando  de pleno, seguramente lo secaría sin permitir su llegada triunfal a la cima. Estas casa antiguas parecen haber sido pensadas para seres monumentales ya que se alzan a cinco o seis metros del suelo sin un sentido de aparente funcionalidad.

Carmela, que llegó de niña, casi no recuerda su tierra natal. Aún así, sabe cantar con aire lastimero del que extraña con el alma su origen— si el inquilino de la pieza del fondo pudiera oírla, ya la estaría cuestionando por su elección de repertorio—, pero últimamente el viejo diariero no andaba con ganas de pelear, tampoco Clarita, la modista de pelos desteñidos por tinturas caseras. Pensándolo bien, la casa está silenciosa, se extrañan los partidos de truco de los viernes que se alargaban hasta la madrugada. "A lo mejor la semana que viene"—pensó y continuó con su canción buscando la luna en el patio.  Ahí se quedó, inmóvil, ajena al presente.

Del otro lado de la puerta, un hombre llora desconsolado y el doctor le toma el brazo para confortarlo. En la habitación vacía, blanca y luminosa, su esposa mira el techo ausente del mundo exterior. El hombre la ve sin comprender y  coloca su mano en el vidrio reforzado de la puerta, en un intento por acariciar a su amada.

Días antes, llegó del trabajo a la hora de siempre, feliz, esperando ver a su esposa y sus viejos amigos. La noche era tranquila, la radio acompañaba el silencio a medio volumen y hasta los grillos cantaban para perfeccionar el cuadro. Solo algo sería muy distinto. Los tres inquilinos, que llevaba viviendo diez años en la casa y convivían como familia, se encontraban sentados a la mesa, con el rostro caído sobre el plato del exquisito estofado que Carmela sirviera con una alta dosis de veneno.

El hombre sigue mirando, ahora la esposa sonríe y retoma la melodía. Hasta el final de sus días, baldeará los patios y preparará la cena para sus pensionistas, los que dentro de esa habitación seguirían viviendo.

Cuentos ...que fueron llegandoWhere stories live. Discover now