Keiv ha estado siempre ahí, en los partidos de fútbol, las barbacoas familiares, cumpleaños... pero no fue hasta ese día que Mina le notó.
Mina era todo lo que él nunca sería; dulce, ingenua, perfecta y prohibida.
Sí, sí, prohibida.
Mitchell era s...
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Estaba demasiado drogado para entender qué estaba haciendo, pero allí estaba, con la hermana de mi mejor amigo mientras su aliento se mezclaba con el mío. Había besado a muchas chicas, pero aquel beso era diferente. Era...¿Dulce? Que mierdas digo, yo no hago cosas como esa. Si beso a chicas es esperando algo más, pasar a la siguiente base si es que me entendéis. Conocía a Mina desde la guardería y nunca había pensado en ella de aquella forma, o al menos había intentado no hacerlo, sobre todo porque a medida que se iba haciendo mayor uno iba notando los cambios. Ahora tenía más curvas, pecho e incluso veía su culo más redondito. Claramente había dejado esas observaciones solo en mi cabeza, a Mitchell no le haría ninguna gracia que mirara a su hermana de aquella forma. A mi mente vino el recuerdo de séptimo, cuando estábamos indecisos de a quién invitar al baile de fin de año. —Prometámonos una cosa—sugirió Mitchell mientras miraba a su hermana y a Mandy jugar al voleibol. —¿El qué? Se encogió de hombros y estuvo en silencio unos minutos. Normalmente analizaba bien las cosas antes de hablar. —Prometámonos nunca salir con la hermana del otro. Él sabía que estaba harto de que los chicos quisieran salir con mi hermana mayor y en ese momento me pareció una idea genial. No tendría que preocuparme también por él. —Hecho. Ambos alzamos el puño, lo chocamos y luego chocamos el codo. Ese era nuestro saludo. Puño, codo, así, sin más. Pero después de ese beso bajo el árbol milenario del pueblo ya no estaba tan seguro de que fuese una buena idea. Poco recordaba de la noche anterior y una de esas pocas cosas eran sus labios, recuerdo que eran extremadamente suaves y sabían a fresas. Siempre estaba con aquel dichoso labial de fresas con el cual tantas veces me había metido. Ahora no los vería con los mismos ojos.
Ay, como se entere tu hermano...
No temía a Mitchell, no temía a lo que me podía hacer, sabía que pegaba bien pero no era eso. Habíamos sido amigos toda la vida, perder su amistad sería como perder a alguien de mi propia familia y todo sería por culpa mía. Abrí la puerta de la caravana y entré. Mi madre ya se había ido a currar. Últimamente tenía dos trabajos para sacarnos adelante. Desde la muerte de mi padre todo había ido a pique. Había dejado una lista de facturas médicas que pagar y mi madre tuvo que vender nuestra casa para liquidar la deuda y ahora vivíamos en el parque de caravanas al norte del pueblo. No era a lo que estábamos acostumbrados, pero no teníamos otra opción. Durante el verano había estado trabajando pero mi madre no aceptó ni un solo céntimo de mi parte, dijo que ahorrara para la universidad, ya que ella no podría ayudarme con ello. Parecía buena idea, pero trabajar en la cafeteria del pueblo no me ayudaría a ir a la universidad. Me metí en la ducha, la resaca me estaba matando y caminar cuatro kilómetros hasta el parque de caravanas había sido una mierda. Tras un trago de café, me vestí, me subí a la moto y me dirigí al trabajo. En unos días empezaban las clases y tendría que trabajar por la tarde, sería divertido cuadrar mi último año con el trabajo. Nótese la ironía. Podría dejarlo y centrarme en mi último año, pero había cogido el gustillo a eso de ganar dinero a finales de mes. El camino era más corto en moto que ir caminando, pese a ser un pueblucho pequeño. Tras entrar al local la campanilla de la entrada sonó y los ojos de Laura se dirigieron a mi. —Por fin, creí que tendría que llevar esto sola hoy...—soltó mientras servía café a una de las mesas. —Lo siento, ahora me pongo. Fui a la parte de atrás, cambié mi ropa por el uniforme de trabajo y me puse manos a obra. Ya llevaba unas cuantas mesas atendidas, cuando Andreu, Ronda, Sarah y Jean ocuparon una de las mesas del fondo. —¿Qué hay chicos?—pregunté acercándome, listo para apuntar los pedidos. —Quiero lo más calórico que tengáis, el interrogatorio me ha dejado con tanta hambre que me comería un dinosaurio—alegó Ronda sin rodeos. —¿Interrogatorio? Alcé una ceja, expectante. —El sheriff cree que estamos confabulando todos para destruir este pueblo de mierda—comentó Andreu mientras ojea la carta—, cree que cuando Shonda y Patty se liaron a hostias era una distracción para que alguno echara fuego a casa de Sully. —Menuda estupidez, la cosa es que en casa de Sully todo se desmadra, no me extrañaría que fuera la policía quienes quemaron la casa para que así no tuviésemos dónde ir de fiesta. Me reí. Aunque pareciera una locura, podría ser una opción, los jóvenes del pueblo dábamos muchos quebraderos de cabeza a la autoridad. —¿Todavía no te llamaron para hablar?—preguntó Jean. Negué con la cabeza. —¡Keiv, hay más mesas— me advirtió Laura. Suspiré y tomé los pedidos a los chicos para seguir atendiendo las mesas. Normalmente los fines de semana aquello era una locura, sobre todo porque muchos del pueblo trabajaban en la ciudad y los fines pasaban por allí. No fue hasta las seis que pude salir de la cafetería y me dirigí a casa de Mitchell.